No se dio un tiro en el escenario, como decían que Sixto Rodriguez lo había hecho después del abucheo de un público que no lo comprendía, pero casi. No lo mataron, pero casi. Luego de haber grabado, a principios de los setenta, el álbum que lleva el nombre de su grupo: Toncho Pilatos, esta banda, comandada por Alfonso Guerrero, prácticamente se difuminó de la escena roquera del país. Y, como Sixto Rodriguez, también produjo sólo dos discos, después de los cuales la agrupación desapareció por completo.
La única diferencia, mortal diferencia, es que por más que se indague por Alfonso Guerrero -así como Malik Bendjelloul buscó, con éxito, a Sixto Rodriguez, encontrándolo vivo distanciado del oropel roquero, obrero de la construcción-, nadie va a dar con él, porque murió a finales de los ochenta del siglo XX, persiguiendo el alma de su hermano Rigoberto, el querido Rigo, guitarrista insuperado de Toncho Pilatos, ambos fallecidos en días inciertos, uno después del otro, hartos -decepcionados, desengañados- de la vida. Y su disco, el primero, es uno de los mejores habidos, y por haber, en la historia del rock mexicano.
Los recuerdo a ambos. La última vez que los vi fue en 1984 en Balderas. Me buscaron, hambrientos los dos, sin saber qué hacer, sin saber ya casi ni qué decir, desesperados, sin un peso en los bolsillos. Andaban en la Ciudad de México para ver si podían tocar en algún sitio: ya en su Guadalajara natal nadie los contrataba. Y lo pude constatar: alguna vez, acaso en 1982, los vi en una tocada en un viejo hoyo fonqui de Guadalajara (¡La banda que había tocado en el Auditorio Nacional antes de que ocuparan ese foro agrupaciones sólidas como Chicago y Procol Harum en 1975!). Les silbaron, les mentaron la madre, les pidieron que se callaran. Luego, Alfonso Guerrero, bebido hasta el trasiego ulterior de la remembranza, lloró conmigo, y con él su hermano Rigo, tratando de encontrar una salida en el laberinto donde ingratamente se habían metido. No la hallaron, y se fueron matando de a poco, bebiendo hasta lo que ya no les cabía en el cuerpo.
Su disco, el primero (el segundo carece de la fortaleza originaria, si bien hay fragmentos sonoros de lo que un día portentosamente fueron), es una extraña combinación de los vientos mexicanistas con el rock más comprometido, ciñéndose a las atmósferas progresivas de la música más pesada. Toncho no cantaba: denunciaba con su canto la urgencia de airear lo que se ocultaba en una sociedad reprimida que le tocó vivir. Su canto, un cruce de náhuatl e inglés inverídicos, tornaba a Toncho Pilatos en un grupo señero de rock ambientalista mexicano. Pero no va a haber aquí ningún Malik Bendjelloul que siga sus huellas, sencillamente porque ahora importan más otras cosas a los documentalistas musicales del país, como interesarse en un rodaje de las imitaciones vocales de Belinda o de los maquillajes que utilizan los integrantes de OV7.
¿Y quién va a indagar dónde están o qué hacen los que conformaron ese otro revelador grupo denominado The Spiders, que con su álbum Back, de 1971, creó la posibilidad de un rock esencialmente maduro a una corta edad, haciendo un disco difícilmente alcanzable? Otro desaparecido, el entrañable Julio Haro, grabó con El Personal un disco de humor que ni Botellita de Jerez pudo superar, ni en sonoridad ni en lírica. La Revolución de Emiliano Zapata, con el impecable guitarrista Javier Martín del Campo, consiguió con su primer disco (de donde se desprendía la pieza "Nasty sex", un éxito en Europa), de 1971, salir de las fronteras mexicanas, lo que no había logrado nadie en ese momento. Y, sin duda, a partir de las grabaciones de Maná, guste o no su música (e independientemente de sus fervores panistas: esa entrega a Felipe Calderón de su guitarra acústica fue un símbolo de servilismo institucional, y no se diga su posterior entrega, junto con Saúl Hernández, a Televisa), el rock en México empezó a reconciliarse sonoramente en las producciones fonográficas: por fin las técnicas alcanzaban un grado de profesionalismo nunca antes experimentado.
¿Y qué une a todas estas agrupaciones mencionadas, como símbolos roqueros del país? Su origen: todas ellas proceden de Guadalajara, que, de alguna manera, puede ser considerada la cuna del rock nacional (creando todavía cosas fundacionales, como las elaboraciones sonoras de Radaid), en el sentido de ser la puntera en los aspectos discográficos, porque si nos vamos exclusivamente al aspecto de las canciones, sobran los modelos, desde "Tus ojos" del baterista Rafael Acosta -de Los Locos del Ritmo-, "Caminata cerebral" de Love Army y "Si estuvieras aquí" de Javier Bátiz hasta "Las flores" de Café Tacuba, "La última neurona" de Daniel Tuchman y "Mare" de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio (¿y por qué diablos no incluir como grandes canciones "Europa" de Carlos Santana y "Crucify your mind" del propio reaparecido Sixto Rodriguez, finalmente ambos de sangre mexicana aunque aposentadoe en Estados Unidos?).
Sin embargo, si de discos míticos se trata -y elaborados desde aquí- tienen que venir a colación, sin reparos, Hurbanistorias de Rockdrigo González (quizás el mejor disco de la historia roquera de México), el primero de Naftalina (con sus parodias de las originales versiones de los padres del rock and roll), El camino del jaguar de Jorge Reyes (una imprescindible antología que reúne sus mejores piezas de 1984 a 2001), La verdad es una mentira en los ojos de quien la mira de Monocordio, Rhythm & pango de Armando Rosas y Viaje fantástico del Pájaro Alberto Isiordia. Están, asimismo, las grabaciones del guitarrista Ricardo Ochoa, que habría que sumarlas (tanto la de Peace and Love como las dos de Náhuatl) no tanto por su contenido global como por la atención que se le debe prestar a sus ejercicios instrumentales, extraordinarios riffs que sólo él podía imaginar.
[Sin embargo, hay que confesar algo: vaya uno a saber la razón, pero los grupos se escuchaban mucho mejor en vivo que en el estudio de grabación, de ahí que ningún disco, por ejemplo, de Jaime López pueda oírse como él se escucha en directo, lo que ocurre con un sinfín de personalidades, tal como aconteció con el propio Ricardo Ochoa o con Javier Bátiz.]
Y, fuera de casa (porque las grabaciones no se hicieron del todo en nuestro territorio), se hallan dos mujeres, una ya fallecida -en 2010- y la otra, superlativa (entre la world music y el regionalismo con acentos roqueros): Border de Lila Downs y The living road de Lhasa, quien ya no está en este mundo, al igual que Rockdrigo González y Jorge Reyes, admirados compositores los tres.
¿Cuál es, después de todo, el mejor disco del rock mexicano?
Las nuevas generaciones, más centradas en los receptores electrónicos, tal vez digan que estamos nosotros locos, porque para demasiados jóvenes, sin duda, no hay nadie mejor que Zoé o que Moenia o que Moderatto, o que Alejandra Guzmán (¡quien abrió -su concierto, por supuesto- a los Rolling Stones en Monterrey!) o, válganos el Señor, Paulina Rubio con un tal Pitbull.
Porque hoy el rock ya no es lo que un día fue.
Sino otra cosa.
No en vano la juventud enfervorizada cree a pie juntillas que Lady Gaga es ahora el icono de lo que debe ser, ¡ja!, la música roquera.
Miel y Coles
¿Cuál es el mejor disco del rock mexicano?
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