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Almodóvar llega a desnudar sus miedos a través de Antonio Banderas en ‘Dolor y Gloria’

Durante más de 40 años de rodajes, Almodovar y Banderas han vivido una amistad entrañable, una cercanía que se respira en el más reciente título del director español.

Hay amistades que se cuecen al vapor de los excesos. La de Pedro Almodóvar y Antonio Banderas lo hizo desde el primer hervor. A ambos los tomó por sorpresa La Movida, ese escaparate perfecto para quienes hicieron de la provocación su único principio en el Madrid de los 80.

Y cómo no querer alborotar el avispero cuando se nace en el mayor de los aburrimientos. Un detritus que conocieron bien las generaciones que crecieron en esas casi cuatro décadas (1936-1975) en las que, decían los falangistas, España había nacido para obedecer a Dios y a Francisco Franco.

Un refrán andaluz afirma que a los españoles se les podrá acabar el pan, pero jamás el ingenio. Almodóvar y Banderas se las ingeniaron para escapar de esa cárcel que fue el franquismo. Pedro huyó de La Mancha; Antonio, de Málaga. Ninguno quiso quedarse en sus hogares por temor a postergar el hastío y la incertidumbre del futuro de España tras la muerte de Franco. Sin esa brújula, el país derivaba. Ellos tenían la suya y apuntaba para afuera. Querían entender con qué se comía eso que en el mundo llamaban democracia. La respuesta la encontraron en el cine.

A los dos les habían dicho que Madrid era la ciudad más divertida del mundo. Así lo cuenta José Luis Gallero en Sólo se vive una vez. Esplendor y ruina de la Movida Madrileña, en el que se recuerda cómo los jóvenes llegaban a la capital española sin mayor convicción que transgredirlo todo. Desde la música, la plástica, la moda. Y todo, casi siempre, bajo el manto del desenfreno. España se había liberado. Y había gente que quería celebrarlo a lo grande.

Fue la España de Mecano, Radio Futura, Nacha Pop y Alaska. Una España muy punk en la que los cineastas voltearon hacia figuras sexualizadas por el underground como Divine o Sara Montiel. Ese espíritu urbano encontró en Madrid el centro neurálgico para sus trasnochadas, sus conciertos, sus fanzines, sus libros y sus películas.

Banderas rayaba los 19 cuando llegó a ese alboroto. Hijo de un guardia civil y una profesora, trabajaba como camarero para pagarse la carrera de actuación a la que sus padres se oponían. Durmió en la calle algunas noches porque no tenía para la renta. Pero entonces llegó La Movida, de la mano de Joaquín Sabina, con quien trabó amistad en Málaga. Se conocieron en el ambiente artístico. Lo recuerda en una entrevista que le concedió a Telecinco en 2016. "En Madrid Joaquín me llevó a un sitio de gente con los pelos llenos de colores y un montón de niñas con las faldas muy cortas…Y yo dije: ¡Esto está de puta madre!".

En esa juerga colectiva también andaba Almodóvar, un muchacho al que de vez en vez le daba por travestirse. Y aunque ya llevaba algunos años en el underground del cine español, sabía que no eran buenos tiempos para creerse Stanley Kubrick. "Ser director de cine en España es como ser torero en Japón", decía.

Entonces, en 1978, se dio el encuentro. El joven Banderas conoció al treintón Almodóvar. Ambos, foráneos, tenían orígenes similares. En La Mancha, Pedro vivía en una calle sin pavimentar, en una casa sin luz y con suelo de adobe. "Para mí aquello no era una calle, sino un poblado de alguna película del Oeste. Vivir allí era duro pero barato", contó a El País en 1999.

Tenía ganas de hacer una película que contase todo lo que lo tenía enamorado de Madrid. Fue así como nació Laberinto de pasiones (1982), su segundo largo y la primera cinta de Banderas. Su presupuesto fue famélico, pero el ingenio —algo tenía el manchego de Quijote— sacó a flote esa historia sobre el despertar sexual de la juventud española tras el final del franquismo. Y que trajo consigo la muerte bajo la máscara del sida.

Así comenzó la amistad entre estos dos españoles que han compartido rodajes durante casi 40 años, entre ellos Matador, Átame y La piel que habito. Una cercanía que se respira en Dolor y gloria (2019), el más reciente título del director.

En esta historia el cineasta desnuda sus propios miedos, y lo hace a través de un personaje, su álter ego, Salvador Mallo, interpretado por —quién más— Antonio Banderas.

"En la cabeza tenía alguna otra alternativa para mi protagonista; por salud mental procuro no depender de un solo nombre. Pero sabía que nadie lo podía hacer como él.", dijo el cineasta a EFE. "El más legítimo era Antonio porque ha vivido a mi lado muchas de las cosas que están en la película. Hemos salido cada noche juntos en los 80. Él sabe muy bien de lo que estoy hablando".

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