En Las niñas bien, la obra que puso en el mapa a Guadalupe Loaeza, ésta retrata con fidelidad y altas dosis de ironía a esa subdivisión nacida de la que en ese entonces era la clase alta mexicana y que ahora ha servido de inspiración a Alejandra Márquez Abella para su más reciente cinta, que lleva el mismo nombre.
El mejor logro de su directora es hacer que en Las niñas bien el disimulo se convierta en casi un arte; el retrato que Márquez Abella hace de sus protagonistas esta logrado a base de puro humor fino y sutileza por lo que éste nunca entra en el terreno de la farsa o una caricatura mal hecha.
1981. Es la fiesta de cumpleaños de Sofía de Garay (una espectacular Ilse Salas) y todo es perfecto: su vestido de diseñador, el Grand Marquis champaña regalo de su marido, las copas con champaña y el pulpo de la cena; lejos se ve en el horizonte la debacle económica causada por la devaluación.
Tanto Sofía como Alejandra e Inés, interpretadas por la misma Salas, Casandra Ciangherotti y Johana Murillo enfrentan con disimulo y discreción la debacle desatada por la devaluación: que ninguna se entere que rechazaron tu tarjeta en el Palacio, que te sacaron del country club o (¡el horror!) tu marido haya llevado a la bancarrota a tu familia. Ya ni se diga el tener que hacer migas con Ana Paula, la nueva rica del grupo con sus pupilentes verdes o morados a la que hay que sobrellevar porque su marido ha sido uno de los pocos que ha salido indemne de la crisis económica.
Debido a que en el mundo de Sofía no caben las manifestaciones de rabia o frustración, Ilse logra transmitir el enojo de su personaje a través de sutiles gestos como una boca fruncida, unas manos que no dejan de frotarse o una mirada. No es al azar la frase dicha por ella en un almuerzo: "una tiene derecho a guardarse sus secretos".