Retrato Hablado

“La vida es demasiado corta para vivir triste”

Está tramitando el perdón para que se le otorgue una visa para regresar a Estados Unidos para buscar a su hijo. También para poner un restaurante para sus hermanos y a su madre, que lo malpasan allá.

Hace 37 años, en San José –un rancho del municipio de Acámbaro, Guanajuato– nació Eduardo. No se puede decir que conoció su tierra. Dos años más tarde, su familia cruzó la frontera, cuando el padre era joven y no había más opción que la migración.

Eduardo García no fue nunca a la escuela. Sus hermanas le enseñaron a leer y escribir; tenía cinco años cuando se unió a sus mayores en la pizca. Recogieron manzanas en Michigan, donde se apretaban en un departamento minúsculo, con lo básico; recolectaron naranjas en Florida, y vivían en un trailer park donde se habituaron a las borracheras y las disputas que se resolvían a balazos. Cosecharon cebollas en Georgia y pusieron a prueba el físico, sometidos a climas extremos. Los acompañaban la angustia y la paranoia de la deportación.

La familia de jornaleros decidió estacionarse en Atlanta 12 años después de haber llegado a Estados Unidos. Como todos trabajaban, todos cooperaban en las tareas domésticas. A los ocho, Lalo guisaba; a los 14 se buscó un empleo para apoyar la castigada economía familiar. Lavó platos en un restaurante y luego se cambió a la Brasserie Le Coze, otra propiedad de Marie Lecoze, dueña del famoso restaurante neoyorquino Le Bernardin, uno de los mejores del mundo, distinguido con las tres estrellas posibles de la guía Michelin.

La fortuna intervino a favor del joven. Meses después, faltó uno de los cocineros y no sobraban manos en la cocina. Entró de emergente a preparar ensaladas y alimentos fríos. No soñaba con la cocina entonces. "Sólo quería para pagar la renta".

Eduardo García se cocinó a fuego lento. Poco a poco se hizo de la confianza de Éric Ripert –el chef francés de Le Bernardin, quien le mostró "la magia de la cocina".

Ahí le dio vuelta de tuerca a su vida. Unos años después de que supo que en la cocina iba a "dejar su resto", dejó Le Bernardin. Lo sacudió el diagnóstico de su padre enfermo: cáncer de estómago. Le dijeron que tenía semanas. Se equivocaron los médicos. Eduardo, no obstante, necesitaba ensanchar el horizonte.


Fue chef ejecutivo en el Van Gogh's, al norte de Atlanta. También del Bistrot VG, del mismo dueño. Era un empleo menos glamuroso, pero mejor pagado. No era poca cosa.

Lo contrataron para encabezar las cocinas de Pure, una franquicia de taquerías de Chris y Michele Sedgwick. Abrieron el primer local en Alpharetta, Georgia, en un local que en los veinte pertenecía a una gasolinera de Pure Fuel Oil. Los Sedgwick le prometieron mucho y apenas cumplieron con el chef, que ya era personaje.

Luego, pasó todo. Y a la vez. Nació Máximo, su hijo, que le da nombre a su restaurante en la colonia Roma y apenas hablaba su padre fue deportado. Algún envidioso lo denunció y la autoridad migratoria no perdona. Volvió a México en la desolación, con un único propósito: volver a Estados Unidos, junto a su mujer y su primogénito. Con ese afán, traspasó cinco veces más la frontera imposible.
                 
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México le era ajeno pero no la creciente fama de Enrique Olvera, un chef de su generación, dueño del Pujol. Ahí conoció a su esposa, Gabriela. También es su socia, la administradora de Máximo y Lalo! (el segundo restaurante de García) y la apoderada legal de ambos negocios.

La pareja comenzó a planear la apertura de su propio restaurante. Lo harían cuando tuvieran con qué. Se tomaron casi un año de descanso, entre comillas, empleados en un hotelito en Yelapa, un pequeño paraíso en Jalisco, muy cerca de Barra de Navidad.

Unos familiares estadounidenses corrieron el riesgo y les prestaron dinero para abrir Máximo, en noviembre de 2011. Fue un éxito desde el principio, a pesar de que sus dueños desprecian las relaciones públicas.
No ha estado vacío un solo día.

Eduardo García explica que el prestigio de Máximo se debe a algo más que la cocina: "Mi prioridad y mi responsabilidad es dar trabajo; dar oportunidades, como alguna vez se me dio a mí. Lo que más me importa es el personal; pagarles bien, que los traten bien, que se les respete. Tenemos una filosofía de servicio, no de subordinación".

Es un restaurante relativamente pequeño: tiene trece mesas y treinta empleados. Los chefs ganan 35 mil pesos; los lavalozas, siete mil. La mayoría de ellos viene de un pueblito cercano a Tehuacán, en Puebla.

Tras el éxito de Máximo, Eduardo García creó los menús de De Mar a Mar, Cine Tonalá y Puebla 109. Hace poco abrió Lalo!, un desayunador estupendo justo frente a Máximo.

Es evidente que este hombre, diligente y austero, está agotado. Tiene las manos adoloridas y rígidas, síntomas de una artritis que inicia, expuestas al fuego y al hielo. También le teme al sobrepeso, característico padecimiento de los cocineros.

__¿Cómo es eso?
__Tenemos los peores hábitos de alimentación. Yo rara vez me siento a comer. Pico bocados 30 veces al día.

Apenas descansa. Sus comedores cierran dos semanas cada cuatro meses.

Finalmente, hizo su vida en México, pero admite que nuestra política y la corrupción lo ahuyentan. Y lo desquicia la falta de ambición. "Aquí la gente se conforma". Él no. Está tramitando el perdón para que se le otorgue una visa para regresar a Estados Unidos para buscar a su hijo.

También para poner un restaurante para sus hermanos y a su madre, que lo malpasan allá. "No han tenido una vida fácil. Menos mi mamá, que crió a Máximo. Sufre. Lo extraña".

__Tú también.
__Muchísimo. Pero la vida es demasiado corta para vivir triste.

Esta vida hace círculos, me dice, y Eduardo piensa ya en el final del trazo. Quiere volver al campo, "el inicio de todo".

"El campo es trabajo. El campo es mi infancia. El campo es mi vida idílica. Y en el campo me voy a retirar".

__Te falta mucho, Eduardo.
__Muchísimo…

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