“¿Esto sirve para tomar fotografías?, ¿cómo funciona?”, pregunta muy curiosa Ana Victoria, una niña venezolana de 6 años señalando la cámara. Sí -le respondí- solo presionas este botón y aparece la fotografía. Podés intentar tomarle una foto a tu mamá, a tu hermano o al equipo que está aquí atendiendo. O si me lo permiten, puedo tomarles una fotografía a los tres:
La familia de tres espera en la consulta de la clínica móvil de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Danlí. El menor de cuatro años, Deivid, desde hace varios días está con fiebre y una diarrea aguda. La pequeña Ana solo presentaba fiebre, que, al parecer, no supuso nada grave, indicó su mamá. “Salimos de Venezuela hace seis años, nos fuimos a Brasil como refugiados y luego nos quedamos allí por un buen tiempo. La gente allá fue muy buena, lo son con los migrantes, pero el salario que uno gana no ajusta para la vida. Uno como migrante no tiene ventajas, mi trabajo era como vendedora ambulante. Ahora mi objetivo es irme a los Estados Unidos para conseguir más dinero y regresar a Brasil construir allá mi casa”, relata Betania.
El sol arde en Danlí, un municipio ubicado a una hora de la frontera entre Honduras y Nicaragua. Como si fuera una zona desértica, quema la piel, deshidrata, desespera e irrita. Casi interminables se ven dos filas cerca de las inmediaciones del Instituto Nacional de Migración (INM): una donde las personas intentan tramitar su permiso especial de tránsito, que les permitirá, por cinco días, cruzar el territorio hondureño. Y otra fila para recibir diferentes atenciones médicas en las clínicas del equipo de MSF y otras organizaciones humanitarias.
Este aumento del flujo migratorio tiene un impacto médico-humanitario que vulnera de diferentes formas a las personas en movimiento. Las clínicas de MSF están viendo cada vez más enfermedades relacionadas con la falta de agua y saneamiento. Dichas afectaciones ya no tienen que ver únicamente con que ingirieron agua contaminada mientras cruzaban la selva del Darién, sino que ahora estas personas no tienen acceso a agua potable ni acceso a otros servicios básicos.
“Diariamente escuchamos relatos de personas en movimiento que afirman haber adquirido estos padecimientos durante su paso por la selva del Darién. A esto hay que sumarle el hecho de que estas personas no tienen donde bañarse, lavarse adecuadamente las manos o donde realizar sus necesidades fisiológicas. Además, no tienen acceso a servicios de salud y la mayor parte del tiempo tienden a pernoctar en condiciones precarias y de hacinamiento, lo que viene a empeorar considerablemente su frágil estado de salud y, por lo tanto, aumentar su susceptibilidad a cualquier tipo de infección”, describe Luis Montenegro R., médico de las clínicas móviles de MSF.
Además de estos síntomas, se acercan personas para tratar de sanar las heridas hechas durante la ruta por algún tipo de caída o golpe. Como lo comentó doña Angely, una señora que para no ser atrapada por la policía migratoria cayó al bajarse rápido del bus que le ayudaría a cruzar la frontera. Se acercó a las clínicas en búsqueda de analgésicos y corroborar que todo estaba bien.
“Era muy duro decidir si ayudar a los míos o ayudar a las demás personas. Viajo solo con mi hija de 14 años, ella fue muy valiente, siempre le digo: ‘perdón por haberte traído’ pero en esa ruta se pierde esa calidad humana de ayudar a otros. No vuelvo jamás en la vida repetir esta experiencia”, describió Angely con lágrimas en sus ojos.
La protección del parque Monumento a La Madre
En las últimas semanas, Danlí se convirtió en lo que parece ser un nuevo epicentro de la crisis migratoria regional. Esta vez más complejo. Según las cifras del Instituto Nacional de Migración (INM), hasta septiembre de 2023 han ingresado al país más de 257,885 personas de manera irregular a Honduras, duplicando los números alcanzados en 2022. Y esto podría suponer un subregistro si mencionamos que las autoridades de Panamá registraron a más de 330,000 personas cruzando el Darién y no se contempla aquellas personas de Cuba y Haití que llegan en avión a Costa Rica y Nicaragua.
Como nunca antes visto, los parques de la zona se comienzan a convertir en campamentos improvisados. Es la feria del maíz, un evento tradicional de los danlinenses. Era importante entonces apresurar el paso de estas personas para no alterar el turismo: “vamos a proporcionarles transporte gratuito hasta la frontera con Guatemala”. Si bien la idea era aliviarles ese gasto, no era un servicio diario. Las personas, cientos de ellas, siguen instalando sus carpas en este lugar para intentar descansar.
Se siente un olor a humo, como en los pueblos cuando encienden los leños para comenzar a cocinar. Sonrientes muestran sus arepas, muy apropiados de que son de origen venezolano.
“La diferencia es que en Colombia solo las fríen y únicamente les agregan queso, nosotros les damos más sabor”, comienza a decir Nanmalys, recostada desde su cama de cartón. Acompañada de su hermana Patricia y su hijo menor, Rodrigo, se acomodan para iniciar la plática. Ante la incomodidad de esta cama de cemento con una sábana de cartón, se miraban muy acogedoras, cuidándose entre sí.
“Llegamos hace cinco días a Honduras y hemos estado durmiendo aquí con lluvia y sol. Nuestro permiso especial de tránsito ya se venció, no logramos salir porque desde que pasamos por Nicaragua nos quedamos sin dinero. Allí -Nicaragua- nos salían personas armadas y nos decían que, si no pagábamos, no podíamos cruzar la frontera. Por eso seguimos acá, porque estamos ajustando el pasaje para continuar con nuestro viaje hasta los Estados Unidos”, explica Nanmalys
“Es bien difícil porque no tenemos acceso a baños, usamos los espacios públicos y esto luego nos recae a nosotros, porque las personas locales no nos quieren más aquí. Y lo que nosotros queremos es simplemente seguir. Entre más rápido es todo, menos sufren nuestros hijos”, describe la mujer.
“Señora, qué están ofreciendo ustedes”, mencionan Esnailyn y Lorei, un par de mujeres venezolanas que se unen a la plática. Las dos relatan sus malestares físicos: fiebres, dolor de cabeza, dolor de cuerpo. Y también señalan sus malestares generales como no tener un espacio para dormir, para lograr hacer sus necesidades fisiológicas, para lograr bañarse.
“Duele estar mal, querer ir al baño y no tener dónde. Nos cobran un dólar por ir al baño, si vamos cuatro o cinco veces al día, el total que nos cobran se vuelve un plato de comida. En un ratito se gasta mucho dinero. Nos están cobrando 40 dólares el pasaje y somos siete personas. A veces ignoran que nosotros estamos aquí solo de paso, nuestra intención es únicamente llegar a los Estados Unidos”.
Se acerca la noche y más personas se juntan en el Monumento a La madre para intentar recuperar algo de energía física. Con la esperanza de que la comunidad de acogida pueda brindarles, lo que para ellos sería muy confortable, algo de comida y agua.
Relatos de la selva del Darién
A unos kilómetros de la oficina del INM en Danlí se encuentra el Centro de Atención al Migrante Irregular o CAMI. Un espacio de descanso que también cumple el rol de oficina migratoria. Más personas esperan realizar su trámite migratorio, bajo el sol y con las mismas dificultades, para poder cruzar el país.
“Este niño es un héroe, nadó como un pez en el río de la selva para ayudar a las demás personas” comienzan a decir un grupo de hombres que estaban al comienzo de la fila.
Se trataba de Enmanuel, un niño venezolano que, a sus 11 años, mostró mucha valentía y humanidad para ayudar a sus compatriotas que también cruzaban la selva. “En el río Bajo Chiquito había una parte profunda y yo le ayudaba a la gente, me tiraban los bolsos y los agarraba para pasarlos al otro lado del río. Me gusta ayudar a los demás. No he tomado clases de natación, aprendí a nadar en un río en Colombia. No imaginé nunca que nadaría en la selva y no sentí miedo”, cuenta el pequeño nadador y que de grande prefiere ser jugador de baloncesto.
Viajando únicamente con su madre, que en Venezuela se dedicó a la repostería, salieron de este país por la compleja situación económica y social. “Al estar en la selva era mirar siempre al frente, sin ver a los lados o hacia atrás. Ya sabía todo lo que pasaba allí y tenía miedo por él -su hijo- y por mí. Nos encontramos un grupo de personas en la selva y nos juntamos para seguir viajando” agrega Imalia, su madre.
En esa misma fila también esperaba Rosa Idalia, vestida de la forma más cómoda y protegiéndose del sol con una gorra. Estaba atenta escuchando la conversación, con la intención de relatar también su experiencia. No cuestionó en hacerlo y agregó a la plática: “Cruzar la selva es muy duro, pero se siente más duro salir de ella y encontrar una situación más inhumana. Hay gente durmiendo en la basura, nos restringen mucho, solo se acercan a nosotros los migrantes para preguntar información y con ello subirnos a los buses”.
A pesar de ello, un elemento en particular la mantiene positiva a pesar de la adversidad: su nieta. “Antes de partir del Perú tomé esta muñeca de mi nieta de dos años. Todos los días le doy un beso, la abrazo en los momentos más difíciles y me enfoco en los sueños, hacia lo que voy. Siempre pienso en mi nieta y más en el día que me tocó celebrar mi cumpleaños número 62 en la selva”.
En ese momento las autoridades del CAMI abrieron el portón y la fila comenzó a avanzar. Rosa Idalia no alcanzó a compartir cómo pasó el día de su cumpleaños, quizás una celebración que no olvidará. Finalmente logra entrar para continuar con su gestión migratoria y así alcanzar su sueño como el de los miles de personas migrantes que entran a diario en Honduras: llegar a los Estados Unidos.