¿Existe un objetivo que pueda parecer más deseable en estos momentos que erradicar el COVID-19?
Científicos trabajando a destajo, sanitarios agotados, políticos 'quemados', empresarios arruinados, trabajadores desempleados… y las vacunas llegando con cuentagotas. Éste es el tremendo panorama con el que los noticieros, en una distópica interpretación del día de la marmota de Atrapado en el tiempo, nos machacan día tras día en un bucle psicológicamente demoledor.
Un ejemplo para el optimismo
Vamos a intentar evadirnos de este pesimismo apocalíptico para mirar al futuro con perspectivas positivas. La humanidad ha superado antes cosas terribles, y no hablo en sentido figurado. Pensemos, por ejemplo, en la viruela. Hasta, como quien dice, ayer, la viruela constituía una amenaza sanitaria para la humanidad de primera índole. Con brutales brotes periódicos, venía azotando a nuestra especie desde tiempos muy remotos. De hecho, se han detectado trazas de sus estragos en la momia del faraón Ramsés V y sus efectos están registrados en civilizaciones tan distantes como la China del siglo IV o la India del siglo VII.
Esta contagiosa enfermedad, que tenía el agravante de presentar su máxima tasa de mortalidad en los bebés y niños menores de cinco años, dejaba en los supervivientes unas tremendas secuelas, entre las que se encontraban la ceguera, la encefalitis o la osteomielitis. Por si fuera poco, su firma, en forma de profundas cicatrices, te acompañaba en la piel de por vida.
Pero se venció. El desarrollo de eficaces vacunas hizo posible que, tras registrarse un último caso en Somalia en 1977, la Asamblea Mundial de la Salud (World Health Assembly), el máximo organismo de decisión de la OMS, aprobara la declaración de su erradicación en 1980.
Se acabó. El terrible Variola virus había sido erradicado del planeta. La ciencia, la coordinación de los organismos internacionales y la confianza en el trabajo de muchas personas habían ganado la partida.
¿Podremos conseguir un éxito así con el SARS-CoV-2?
Si hacemos un análisis comparativo de estas dos enfermedades infecciosas -sobre todo en lo que respecta a sus particularidades epidemiológicas– nos encontramos con diferencias muy significativas:
La viruela era muy visible. Las pústulas y erupciones que producía en la piel afectaban a toda su superficie, incluyendo rostro y manos. Es decir, el portador del virus era detectable fácilmente, sin necesidad de PCR ni test de antígenos. Cantaba desde lejos, vamos. Cuando veías a alguien así, independientemente de tu formación académica, tu país de origen o tu edad, nadie te obligaba a mantener la distancia de seguridad. Tú solito sabías, de forma intuitiva, que lo mejor era poner aire de por medio.
El tiempo entre el contagio y los primeros síntomas era muy breve. Eso significaba que la enfermedad no podía propagarse demasiado sin ser percibida. Esa fase asintomática, donde actúas como un aspersor de virus a diestro y siniestro sin ser consciente de ello, era muy reducida.
El Variola virus solo afectaba a los humanos. Aparte de en un individuo de Homo sapiens, la viruela no tenía dónde esconderse. No existían reservorios de estos virus en ninguna otra especie animal. Por el contrario, nuestro odiado coronavirus no discrimina taxonómicamente. Por lo que sabemos hasta ahora, le da igual que se trate de murciélagos, pangolines, visones o personas. Para nuestra desgracia, debe "pensar" que lo que no mata, engorda.
Los supervivientes de la viruela y los vacunados manifestaban una inmunidad total y de por vida contra el virus. Eso significó que los sanitarios pudieron realizar su trabajo por todo el planeta, de una forma segura, y con más efectividad, al no estar supeditados a las incómodas medidas de protección biológica. No podemos decir lo mismo del nuevo coronavirus, dado que aún no sabemos por cuánto tiempo nos protegerán nuestras vacunas ni si médicos y enfermeros podrán librarse de trabajar con EPIs.
Por último, la viruela era una vieja conocida de la ciencia, mientras que el SARS-CoV-2, como quien dice, acaba de llegar a nuestros laboratorios y con el agravante de que no para de mutar y generar cepas nuevas.
Aún así, ¿hay motivos para el optimismo?
Por supuesto que sí.
Analicemos otra serie de diferencias entre los dos escenarios de la lucha virológica, esta vez a nuestro favor:
El avance, en estos 50 años, de la Biología Molecular, la Genética o la Virología (por citar algunas de las disciplinas biológicas implicadas directamente en la investigación contra el SARS-CoV-2) ha sido espectacular. Lo que se conoce hoy no es solamente órdenes de magnitud superior a lo que se sabía en la década de los 70, sino que ni siquiera se concebía.
Por poner unos ejemplos, hasta 1977 no se secuenció por primera vez el genoma completo de un organismo, (el bacteriófago Phi X 174, por parte del doblemente laureado con el Nobel Frederick Sanger) y no fue hasta 1987 cuando se consiguió identificar un virus utilizando técnicas moleculares de clonación. Estos espectaculares avances, que en sus inicios sonaban a ciencia-ficción, son hoy técnicas de rutina en la mayoría de laboratorios de investigación biológica.
Existe internet. Esta maravilla de herramienta para todas las actividades del ser humano ha sido una bendición para la ciencia. El poder disponer, en tiempo real, de todo el conocimiento que se va generando en las diferentes disciplinas de una determinada área de conocimiento, supone un salto cuántico para la investigación científica. El trabajar en red ha permitido alcanzar la utopía de la interconectividad entre distintas especialidades, niveles de complejidad biológica, grupos de trabajo, universidades, institutos de investigación y hospitales de todos los países. Dicho de otro modo, el ritmo de avance global del conocimiento científico que el mundo exhibe hoy era inconcebible décadas atrás.
Remontaremos esta pandemia y, como si de un desamor superado se tratase, el SARS-CoV-2 terminará siendo uno más de tantos.
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A. Victoria de Andrés Fernández es profesora titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga, España.
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