Viajar al sur para visitar el norte parece, en principio, una contradicción irreparable. Sin embargo, en cuestión de viajes las paradojas redundan con frecuencia en descubrimientos excepcionales. Un ejemplo de ello es viajar a Argentina --aquella punta del sur donde se acaba el continente americano-- para conocer Purmamarca, un pequeño poblado localizado en la provincia de Jujuy en el noroeste de ese país. No es un viaje corto. Desde la ciudad de San Salvador de Jujuy, la Ruta Nacional argentina 9 (RN 9) conduce a una desviación para tomar la RN 52 que atraviesa Purmamarca. Se trata de un recorrido que transita por un paisaje cada vez más seco y elevado hasta rebasar los 2,300 metros sobre el nivel del mar. En ese reino andino, un conjunto de valles conocido como la Quebrada de Humahuaca aloja a Purmamarca y otras localidades de belleza sin igual.
Llegar a Purmamarca por la noche es una experiencia extraña pero recomendable. Desde el poblado, la oscuridad del cielo pareciera estar rodeada irregularmente por otra oscuridad aún más profunda. “Son los cerros”, dice la gente, y uno asiente sin entender. En todo caso, el cielo se ve como si la torpe tijera de un niño de preescolar se hubiera dedicado a recortar la penumbra. Aunque el significado de la palabra Purmamarca aún no es claro, en lengua Quichua algunos piensan que significa “hoyada, hondada o lugar cóncavo donde hay agua”. Uno se va a la cama intrigado por la sensación de haber viajado a una vasija cóncava y mal recortada en medio del desierto.
Por la mañana, sin embargo, las preguntas se despejan con rapidez. Purmamarca es una población tan pequeña que la habitan menos de un millar de habitantes. El trazado de las calles es relativamente regular y obedece al esquema clásico del periodo colonial. El centro del pueblo lo ocupa la iglesia dedicada a Santa Rosa de Lima, que data del siglo XVII. A un costado hay un algarrobo centenario y enfrente una plaza rodeada por los principales edificios de gobierno. Aunque la existencia de varios hoteles más bien pequeños y multitud de comerciantes de souvernis delatan un flujo constante de turistas, el pueblo aún no pierde su aire tranquilo y pausado.
Sin duda, la mayor sorpresa se encuentra en la formidable cadena de montañas que rodean a Purmamarca. La encierran de tal modo que no sólo sirven para recortar la noche, sino que impiden el paso a las nubes y obsequian de día un cielo azulísimo y diáfano. En ese paisaje, El Cerro de los Siete Colores se yergue como un gigante multicolor que acapara el horizonte. Es, sobre todo, una acumulación de tiempo que alberga mucho más que colores. Las primeras capas grisáceas se formaron hace unos 600 millones de años, antes de la era paleozoica y son los restos de un fondo oceánico. Es por eso que se encuentran, sin mucha dificultad, fósiles de antiguos organismos marinos como trilobites y moluscos. Otras capas de sedimentos son más recientes. Ríos antiquísimos dejaron restos de fango que se depositaron en secciones rosadas. Las calizas dominan las capas blancuzcas y el plomo es especialmente abundante en las secciones moradas o marrones. Las capas rojas son ricas en hierro, las amarillas en azufre y las verdes en óxido de cobre. En infinitos matices intermedios se localizan mezclas de otros minerales y elementos. Pero El Cerro de los Siete Colores no es él único lienzo que la naturaleza arrojó por aquí. En los alrededores de Purmamarca se observan montañas que alternan los verdes oscuros con los marrones naranja y los rojos intensos.
Los visitantes, después de llevarse sus pupilas maravilladas, con frecuencia se dirigen a los grandes salares o lagos de sal que se encuentran en la Puna, regiones altas hacia la frontera con Chile. En efecto, otro posible significado de Purmamarca es “la puerta a los despoblados de la Puna”. Ciertamente no hay puerta más colorida en el mundo