Caminar desde Bellas Artes hacia el Zócalo de la Ciudad de México por la calle de Madero es siempre una experiencia que implica cierta habilidad para sortear visitantes, compradores, artistas callejeros y vendedores ambulantes. Una vía de escape, en los momentos de álgido tumulto, se asoma justo antes de llegar a Bolívar: la calle de Gante, sobre la que encontramos, casi al final, la estatua espigada de un misionero franciscano cuya mano derecha se posa sobre la cabeza de un niño. Se trata de Fray Pedro de Gante en cuyo honor toma nombre la calle referida. Este franciscano del siglo XVI durante la colonia defendió con fervor a los indígenas, aprendió náhuatl, fundó escuelas y dejó un legado de amor y protección durante la evangelización y conquista hispana. Aunque pocos habitantes de la Ciudad y menos visitantes lo saben, este hombre nos conecta con una ciudad de Bélgica más bien pequeña, pero no por ello menos rica en belleza e historia.
Gante se localiza en Flandes, Bélgica, a medio camino entre dos ciudades que, por distintas razones, son estelares: Bruselas, sede de la Comunidad Económica Europea y Brujas, uno de los destinos turísticos más importantes de ese continente. Con poco más de cuarto de millón de habitantes, Gante es la tercera ciudad más grande de Bélgica, después de Bruselas y Amberes. Sus orígenes se remontan quizá a la prehistórica Edad de Piedra, pero sin duda cobró su mayor esplendor en la Edad Media. Ya en el siglo VII se fundaron la abadía de San Pedro y la Catedral de San Bavón. Para el siglo XII, Gante ya era la ciudad más grande de Europa superada sólo por París: floreció como un centro de comercio de cereales y una pujante industria textil que procesaba lana proveniente de Inglaterra. Las huellas de esa riqueza quedaron plasmadas en calles repletas de tesoros de arte gótico, renacentista y barroco.
Aunque son muchos los atractivos de Gante, ningún itinerario puede dejar a un lado el Graslei y el Korenlei; el castillo Gravensteen; y la Catedral de San Bavón. En la ribera del río Leie se encuentran el Graslei y el Korenlei, dos muelles con construcciones medievales que antaño constituyeron el centro de comercio de cereales de Flandes. Los frontones escalonados del medievo, con colores pardos y marrones, y las múltiples terrazas ofrecen a los visitantes la oportunidad de saborear las mejores cervezas del mundo con una vista única. Muy cerca de ahí se encuentra el imponente castillo de los Condes de Flandes, el Gravensteen. Las altas torres y murallas encierran mazmorras, gélidos pasillos, macabras estancias, y un museo que conserva piezas de armaduras, instrumentos de tortura, y un tufo que sugiere la crueldad y ambición de Felipe de Alsacia, su constructor.
Un poco más retirado, se encuentra la Catedral de San Bavón, en sí misma una joya del arte gótico, pero que sirve de residencia a una de las obras de arte más importantes de la historia: el retablo de Gante, mejor conocido como La adoración del cordero místico. Esta obra de Hubert y Jan van Eyck, que se completó en 1432, ha sido robada y recuperada varias veces; su historia es digna de una novela de detectives llena de intriga. Se trata de un conjunto de pinturas en varios paneles cuyo centro es el cordero sagrado que simboliza el sacrificio de Jesucristo en la cruz. Una obra complejísima con decenas de personajes que marcó un parteaguas entre el arte medieval y el renacimiento.
Pero Gante, a diferencia de Brujas, dista mucho de ser un museo a cielo abierto. La ciudad posee la mayor universidad del país: la vida juvenil y cultural es parte de su propia esencia. A pesar del clima áspero y lluvioso de casi siempre, los bares, parques, museos, cafés, bibliotecas, y salas de concierto están siempre pobladas por estudiantes que se desplazan en bicicletas tan numerosas, que parecen reproducirse espontáneamente en la oscuridad de los callejones.
Hay quien piensa que Gante es sólo una ciudad pequeña. De ser cierto, Gante es sobre todo una paradoja de la brevedad que brilla en su desmesura.