El viernes 2 de diciembre de 1547 murió Hernán Cortés, a la edad de 62 años. Falleció en casa de su amigo Alonso Rodríguez de Medina, en Castilleja de la Cuesta, cerca de Sevilla. El pasado lunes se cumplieron 477 años de su deceso. En estos casi cinco siglos, sus restos mortales han andado de aquí para allá, de manera tal que bien puede decirse que no han tenido reposo. Incluso corrieron el riesgo de ser desaparecidos para siempre, lo cual por fortuna no ocurrió.
De Hernán Cortés se han publicado numerosas biografías. Quizá la mejor y más completa sea la escrita por José Luis Martínez, publicada en 1990, que dice le dedicó cinco años de investigación. Lleva como título simplemente Hernán Cortés, está contenida en un tomo principal de casi mil páginas, más cuatro volúmenes adicionales de “Documentos Cortesianos”.
Da cuenta José Luis Martínez que Hernán Cortés dispuso en su testamento que sus huesos se trajeran a la Nueva España, dentro de los diez años posteriores a su muerte o “antes si fuese posible”, para ser sepultados en el monasterio de monjas que mandó edificar en su villa de Coyoacán. Deseo que no se ha cumplido y nunca se cumplirá, a pesar de los nueve entierros que sus restos han tenido, porque ese convento jamás se construyó. Sí, ¡nueve entierros!
El primero, en diciembre de 1547, en la cripta de la familia del duque de Medina Sidonia en la iglesia del monasterio de San Isidro del Campo, en Sevilla. Tres años después, en 1550, sus despojos fueron exhumados y simultáneamente enterrados —por segunda vez— en la misma iglesia de San Isidro, al cambiarlos para quedar junto al altar de Santa Catarina.
Hasta 1566 (1562 según William Prescott), los huesos de Hernán Cortés fueron trasladados a la Nueva España, como fue su expreso deseo. Pero ante la imposibilidad de ser depositados en el monasterio de Coyoacán, por inexistente, fueron llevados a la iglesia de San Francisco, en Tezcoco, donde estaban los de su madre, Catalina Pizarro. Fue este su tercer entierro.
El cuarto fue en la capilla mayor del convento de San Francisco, de la Ciudad de México, en 1629; y la quinta inhumación fue en 1716 por el cambio de sus restos del convento al templo contiguo de San Francisco, donde fueron colocados en la parte posterior del retablo mayor. Para su sexto entierro —en 1794— sus huesos se trasladaron a la iglesia de Jesús Nazareno, contigua al Hospital de Jesús, fundado por Cortés y que hasta la fecha subsiste, para ser colocados en el presbiterio, del lado del Evangelio.
En 1823, consumada ya la Independencia, en la Cámara de Diputados se agitaron los ánimos y no faltó quien propusiera sacar los huesos de Cortés de donde se encontraban “y se arrastraran para llevarlos al quemadero de San Lázaro”. Ante tal amenaza, secretamente don Lucas Alamán hizo lo necesario para ocultarlos en la misma iglesia, en el piso, bajo la tarima del altar mayor, en lo que fue su séptimo entierro.
Dolido Alamán del sitio poco decoroso en que se encontraban los restos de Cortés, en septiembre de 1836 los colocó también secretamente, en un nicho en el muro del lado del Evangelio, que le pareció a don Lucas un lugar más digno y que prácticamente sólo él conocía. Fue este el octavo entierro.
Posteriormente, en 1843, don Lucas Alamán entregó a la embajada de España en nuestro país un documento que se mantuvo en secreto y en el cual se daba cuenta del lugar exacto donde él había puesto en 1836 los restos del Conquistador. Cuando ya en el siglo XX, después de la Guerra Civil española, se instaló en nuestro país el gobierno de la llamada República Española en el exilio, se encontró el documento de Alamán y se informó de su hallazgo a los historiadores mexicanos Francisco de la Maza y Alberto María Carreño.
El domingo 24 de noviembre de 1946, con base en el documento de Alamán, se ubicó el lugar exacto y, contando con las autorizaciones necesarias, se hicieron las excavaciones pertinentes y efectivamente se encontró la urna con los restos de Hernán Cortés. El hallazgo causó gran revuelo. El documento secreto informaba que la familia Alamán tenía la llave de la caja que contenía la urna. Se localizó a Alfonso Alamán, joyero y bisnieto de don Lucas, quien en efecto se presentó con la llave, pero “no funcionó y hubo que descerrajar la chapa”.
Descubierta la urna con los restos del Conquistador y hechos los estudios del caso, se volvieron a depositar en el mismo lugar con una placa de bronce que simplemente dice: Hernán Cortés, 1485-1547. Fue este el noveno entierro. Se supone que el último y definitivo del capitán extremeño que, al final de sus días, se sintió plenamente mexicano y dispuso que sus restos quedaran para siempre en esta tierra.