Sin oposición ni contrapesos al frente y con un impresionante cúmulo de poder, la continuidad de la autollamada cuarta transformación parecía una tarea asequible, en la cual hasta cabía estamparle un sello propio. Tal impresión se ha desvanecido. Las condiciones y circunstancias cambiaron y la presidenta de la República encara un enorme un desafío: dar pasos de prisa y con cuidado sin perder el equilibrio. Avanzar, así, es una hazaña.
La idea de que bastaba poder y querer para remover los pilares del viejo régimen hizo perder el sentido de realidad al lopezobradorismo, al punto de desconsiderar a otros factores determinantes, ajenos o resistentes a su control. Ahora, el nuevo gobierno se encuentra bajo el asedio de presiones externas e internas, en cuya neutralización o superación se juega su destino.
Salir de ese laberinto no es nada sencillo, pero ojalá lo consiga la jefa del Ejecutivo porque como le vaya a ella, le irá al país.
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Al paso de los días el legado del gobierno anterior pierde brillo, pero dejando destellar sus filos. Como añadido, el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca representa una amenaza inminente. Del pasado y del futuro provienen las presiones del presente que frenan y retan a la presidenta Claudia Sheinbaum.
Aun cuando el expresidente López Obrador quiso darle un carácter epopéyico a su gestión, donde en efecto tuvo aciertos, no puede ignorarse una realidad: es más fácil deconstruir instituciones viejas que construir nuevas. El mismo exmandatario caló la diferencia. Al intentar hacer lo uno y lo otro, tuvo sonoros y sigilosos fracasos en el área de salud, seguridad e impunidad. ¿Ejemplos? El Instituto de Salud para el Bienestar, la reposición y el vaciado de la Secretaría de Seguridad, y el sistema de Seguridad Alimentaria Mexicana, que hasta en un encubrimiento derivó. No es el caso ahora hablar de ellos.
Es de una enorme complejidad construir nuevas instituciones funcionales, concretar ese segundo piso de la pretendida transformación. Lo es, sobre todo, cuando faltan herramientas y, sobre todo, cuando la herencia recibida no incluye recursos y sí una cauda de compromisos, obras inconclusas, déficit, deudas y algunos colaboradores empeñados en hacer valer su dogma o, peor aún, en dar rienda suelta a sus intereses personales.
Herencia a la cual, lógicamente, la mandataria agregó nuevos programas y obras a fin de no ver reducido su rol al de administradora en turno.
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Atender esos pendientes y compromisos, al tiempo de desplegar los proyectos propios exige de recursos que, no habiéndolos, lleva a una disyuntiva: realizar una reforma fiscal o ajustar la estrategia y la relación del gobierno con la iniciativa privada.
Por lo pronto, en el discurso cuatroteísta, emprender una reforma fiscal no cabe. Provoca repelús porque se equipara con el simple aumento de impuestos y no con la reestructura del sistema. Ante eso, sólo resta ajustar aquella estrategia y relación.
En ese extremo, la opción es rehabilitar las asociaciones público-privadas, las famosas y satanizadas APP, buscando un doble propósito. De un lado, guardar el equilibrio entre los objetivos del gobierno y los intereses del sector privado a fin de impulsar el crecimiento económico y garantizar el desarrollo social, con base en la idea de la prosperidad compartida; de otro lado, generar la posibilidad de integrar un solo frente ante el amago tarifario y comercial del vecino del norte.
Esa segunda opción afronta, sin embargo, un problema. De tanto subrayar la separación de la economía y la política como meta del lopezobradorismo, los acercamientos entre representantes de esos sectores se miran con sospecha. Los teólogos del empresariado sin conciencia social y los sumos sacerdotes de la autarquía de la cuarta transformación levantan las cejas ante el Consejo Asesor de Desarrollo Económico Regional y Relocalización.
Si la mandataria ya resolvió explorar esa ruta tendrá que contener a los radicales de Morena asumiendo y exponiendo la circunstancia, y convencer a los empresarios colocando sobre la mesa aquello que dé confianza, seguridad y certeza jurídica a la inversión. O sea, postergar o limitar la elección de los impartidores de justicia y cumplir con la función de los organismos autónomos desaparecidos.
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En cuanto a ofrecer seguridad, la jefa del Ejecutivo está mandando señales hacia adentro y hacia afuera de que la política de combate al crimen y el tráfico de drogas ha tenido un giro, no anunciado.
Los operativos emprendidos por fuerzas federales bajo la coordinación de la Secretaría de Seguridad no son, como algunos colegas dicen, simples actos de espectacularidad. Tienen fondo. Sin embargo, la comunicación y divulgación oficial de ellos hace pensar que no se quiere irritar a quienes todavía ven el sendero del Peje como la ruta señalada y de la cual no hay por qué apartarse, aunque así el Estado renuncie al uso legítimo de la fuerza en contra de quienes lo vulneran y en favor del bienestar general.
Esa decisión, así sea producto o no de la presión foránea, reporta beneficios dentro y fuera. Es una exigencia externa y un clamor interno. Por ello, debe ser acompañada de la comunicación necesaria para mostrar que la inacción no es la norma y establecer con claridad que la política de brazos caídos con disfraz de ‘abrazos’ dejó de ser la filosofía del gobierno.
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El desafío de la presidente Claudia Sheinbaum es enorme. Aparte de determinación, requiere ajustar el equipo de trabajo y sumar cuadros con experiencia aun cuando no militen en las mismas filas, encontrar puntos de apoyo en las presiones, hallar su propio impulso en esas fuerzas que la frenan. Ese sello sería el suyo, ojalá lo estampe. Como le vaya, nos irá.