Los salarios no hacen más que subir, primero por la gracia del Lic. López Obrador y ahora por la obra de la Dra. Sheinbaum. El ritual de generosidad ya entra en su séptimo año, con quien encabeza el Ejecutivo federal anunciando que en el año venidero los salarios mínimos de la República experimentarán otro fuerte ascenso por arriba de la inflación, con millones beneficiados gracias a esa medida. El año arranca promisorio gracias a que más dinero llega a los bolsillos de muchos mexicanos.
Se proclama que el aumento no impactará la inflación y que el desempleo seguirá en niveles bajísimos. En una notable hermandad, dirigentes sindicales y líderes empresariales proclaman su apoyo por la medida, coincidiendo en la generosa cifra que ya había ofrecido anteriormente la presidenta. En este año fue 12 por ciento, nada mal, aunque menor al 20 por ciento que su antecesor otorgó para su último año. Pero nada se equiparará a cuando el tabasqueño decidió, al iniciar su sexenio, que la frontera norte tuviera su propio salario mínimo y además lo aumentó en 100 por ciento. No afectó tampoco empleo o inflación. Parece como un milagro económico, que AMLO y Sheinbaum han encontrado una llave a la prosperidad: los aumentos salariales elevados por decreto. Lo que ejercen, en realidad, es demagogia.
Entre 1982 y 1995, buscando controlar la inflación, los gobiernos de De la Madrid, Salinas y Zedillo otorgaron aumentos a los mínimos muy por debajo de lo que se incrementaban los precios, lo que llevó a su desplome en términos reales. Este se convirtió realmente en una variable irrelevante. De 1995 a 2016 los incrementos fueron muy similares a la inflación, por lo que se mantuvo en ese nivel extremadamente bajo, y por ende en esa irrelevancia.
Era como si México no tuviera salario mínimo, lo que paradójicamente era ideal. Uno demasiado alto provoca desempleo o informalidad, y sus incrementos causan una subida en la inflación (al trasladar las empresas sus aumentos en costos), mientras que uno demasiado bajo no tiene efecto. Por otra parte, el salario mínimo adecuado, que refleje al mercado, en Monterrey sería demasiado elevado en Tuxtla Gutiérrez y aquel con nivel correcto en Chilpancingo es demasiado bajo para Ciudad de México. Por ello, ese bajo nivel nacional era adecuado. Solo servía de referencia para cuestiones como multas o ciertos pagos, pero no como un parámetro salarial.
Hasta que ese bajísimo número se convirtió en un elemento político para buscar atraer votos. La demagogia arrancó en los finales de Peña Nieto y se exacerbó con AMLO, este último acérrimo enemigo de la productividad y otras nociones económicas que tachaba de neoliberales. Los aumentos a lo largo de su sexenio fueron espectaculares, pero el salario mínimo se mantuvo por debajo del mercado, sobre todo el formal. Por ello, porque en mucho mantiene su irrelevancia, no tiene impacto en los precios o en el empleo. Si acaso, está abriéndose una brecha entre los trabajadores formales inscritos en el IMSS y los informales en ciertos sectores como el comercio minorista.
Fiel discípula del tabasqueño, Claudia Sheinbaum sigue teniendo margen para la demagogia salarial y la está ejerciendo con entusiasmo. El peligro es que se crea su propia narrativa y siga aumentando esos salarios muy por encima de la inflación hasta que empiecen a repercutir en empleo, informalidad o inflación. Lo que no ocurrirá nunca es que se pueda mejorar el bienestar de la población con buenos deseos y por decreto.