Mediados de octubre de 1916. Mitad de la Gran Guerra. Crimea.
La enfermera Florence Farmborogh ha tenido fiebre, la más alta que nunca. Durante el trace de tuberculosis le pareció que su rostro se desdoblaba en tres: uno era el suyo, otro el de una de sus hermanas y el tercero pertenecía a un soldado herido. De cada uno de los rostros goteaba el sudor y había que humedecerlo sin cesar. Si dejaban de hacerlo sabía que moriría. Un día de aquel otoño escribió en su diario:
"Mi cabello estaba en muy mal estado, se me caía a grandes mechones. Hasta que un día vino el barbero a mi sala y no solo me cortó a cero sino que además ¡me afeito la cabeza! Me aseguraron que no me arrepentiría y que el cabello pronto volvería a salir, más fuerte y más espeso de lo que era antes. Desde ese día llevo el velo de enfermera liado a la cabeza y nadie podría sospechar que bajo el velo se oculta un cráneo completamente pelado, ¡donde no se asoma ni un solo pelo!".
El texto pertenece a uno de los libros más emotivos que se hayan escrito sobre la Primera Guerra Mundial: "La belleza y el dolor de la batalla" de Peter Englud. Obra compuesta de 277 fragmentos de de diarios de veinte personas que vivieron en carne propia las atrocidades del gran "tornado negro", como llamó Theodore Roosvelt al gran acontecimiento.
La literatura hace su trabajo cien años después. Con el tema de Crimea de fondo, lo que parecía una dramática efeméride se va convirtiendo en una macabra explicación de un hecho que, quizá, no ha terminado de suceder. Espantosa serie de tragedias: 25 años después de aquel agosto, el estallido de la Segunda Gran Guerra, luego de 75 años la caída del Muro de Berlín y a los 100 años la anexión rusa de Ucrania que, por si fuera poco, recuerda los 160 años de la declaración bélica de Inglaterra y Francia al zar por la ocupación de la península, entonces en poder del imperio otomano, desparecido, como el austrohúngaro, en la Conferencia de Paz de París, 1919.
Aquel domingo de Sarajevo (28 de junio de 1914) en el que fue asesinado el archiduque Francisco Fernando, al que llamaban El Ogro, ha quedado clavado en la madera de la historia como el día en que todo cambió para siempre. La Gran Guerra, como bien escribió Joseph Roth, fue considerada Mundial no porque en ella interviniera todo el mundo sino porque con ella de acabó una idea del mundo. Herta Pauli, en El secreto de Sarajevo detalla aquellos días de locura en los que Europa, que había gozado de varios años de paz y prosperidad, se convulsionó al grado de desmoronarse como un terrón de azúcar amarga. Días en los que la guerra triunfo, ¿acaso como ahora?, sobre la paz.
El fabuloso escritor Henry James lo dijo de la mejor manera posible en una se sus cartas:
"La intensa inverosimilitud de una cosa tan estéril y tan infame, en una época en que hemos estado viviendo y haciendo nuestra como si fuera un gran refinamiento de la civilización, a pesar de todas sus incongruencias conscientes, descubrir que después de todo llevaba esta abominación a la sangre, descubrir que de esto se trataba todo el tiempo, es como tener que reconocer de pronto en nuestra familia a una banda de asesinos estafadores y villanos: es una conmoción así".
LA CARNICERÍA COMO FRACASO
Dice Claudio Magris que la historia es una camilla de quirófano para cirujanos de pulso firme. En aquellos días que separaron al asesinato del heredero al trono del imperio y el estallido formal de la guerra (la declaración se produjo el 28 de julio), lo que faltó fue justamente el pulso firme. "Una ráfaga de terror sopló sobre la playa despoblándola por completo", escribió Stefan Zwieg.
Margaret MacMillan, que deslumbró las librerías con París 1919, seis meses que cambiaron al mundo, lanza al mercado editorial otra obra fabulosa: 1914, de la paz a la guerra. En el capítulo "Las luces se apagan: la última semana de paz en Europa", detalla minuciosamente los fracasos finales de la diplomacia y ventila, como ya lo había hecho Karl Kraus en "Los últimos días de la humanidad", las ganas de muchos líderes (no sólo alemanes) por llevar al continente a fervor de la batalla.
La prestigiada autora, documenta, por ejemplo una carta del zar Nicolás a su primo Guillermo II de Alemania cuando Rusia estaba dispuesta a todo por defender a su aliada eslava del Sur, Serbia: "Preveo que muy pronto la presión ejercida sobre será abrumadora y me veré forzado a tomar medidas extremas que llevarán a la guerra". Guillermo, dice MacMillan, escribió una nota al margen en la que dejó todo en claro: "Una confesión de su propia debilidad, y un intento de hacer recaer la responsabilidad sobre mis hombros". Con los ejércitos alemanes y austrohúngaros en posición de ataque, Nicolás tuvo tiempo de exclamar: "No seré yo el responsable de una carnicería monstruosa".
Un hecho determinó la aceleración de los sucesos: los brotes de nacionalismo a ultranza apoyados por las derechas europeas, hecho que se repite alarmantemente hoy en una gran parte de la Unión Europea.
Inglaterra, que no obedece a amistades sino a intereses, fijó su postura a finales de aquel julio inolvidable: "Haremos cuanto podamos por mantenernos al margen y permanecer neutrales", declaró Jorge V, con fingida paciencia.
"La obstinada permanencia de la realidad", como diría Rilke, llevaba aferrados ya los gritos de muerte. Todo se vino abajo a principios de agosto. Alemania enfrentó a Rusia y el imperio austro-húngaro a Serbia. Luego, Francia, Bélgica y Gran Bretaña pusieron de su parte para que, en efecto, una idea del mundo desapareciera dejando sus testarudos síntomas hasta el presente.
Millones de soldados se despidieron de sus familias prometiendo volver para la Navidad. La gran mayoría no volvió en ese diciembre, ni en el siguiente, ni en el que vino después. Es más: nunca regresó a casa. En 1918 Europa era un panteón.
Escribe puntualmente MacMillan: "En 1914 los líderes de Europa fallaron en su misión, o bien al optar deliberadamente por la guerra, o bien al no encontrar las fuerzas necesarias para oponerse a ella".
Parece mentira, todavía, que el infierno se ha producido en aquel paradisíaco verano del que Zweig escribió lo siguiente:
"En mi último día de estancia en Baden paseé con un amigo por los viñedos y un viejo viñador nos dijo: 'No hemos tenido un verano parecido de tan espléndido de hacía mucho tiempo. Si sigue así, tendremos una cosecha como nunca. ¡La gente recordará el verano de 1914'".