Nicolás Maduro, el presidente venezolano, se encuentra entre los líderes más brutales del mundo. Este mes, su gobernante partido socialista sufrió su peor derrota electoral en 17 años gracias a una crisis nacional marcada por una inflación de tres dígitos, la escasez de alimentos y la creciente violencia.
En la votación la oposición ganó una mayoría de dos tercios en la Asamblea Nacional; en teoría, ahora puede desafiar la administración de Maduro y promulgar políticas para evitar que el país se arruine aún más. La respuesta del gobierno sigue siendo descaradamente ignorante. "Dejen que los perros sigan ladrando", como dijo Diosdado Cabello, el segundo hombre más poderoso de Venezuela.
Lamentablemente, la intransigencia y la criminalidad parecen ser típicas del gobierno de Maduro. Varios altos funcionarios están bajo investigación de las autoridades estadounidenses por tráfico de drogas.
Se estima que un lucrativo negocio de contrabando de gasolina, en gran parte dirigido por el ejército, tenga un valor de 4 mil millones de dólares al año. Cualquier inclinación por la anarquía por parte de la administración ahora se está revelando en la negativa a reconocer el significado de su derrota electoral.
En lugar de escuchar a los votantes, Maduro ha respondido con revanchismo y la subversión de la democracia. Ha amenazado con castigar a los antiguos partidarios por votar por la oposición. De cara a la reapertura de la Asamblea Nacional el 5 de enero, ha abarrotado el Tribunal Supremo con jueces que pueden anular su legislación.
Ha anunciado la creación de un parlamento "comunal" paralelo que usurpará la función de la asamblea. Ha prometido profundizar la llamada Revolución Bolivariana y sus políticas obviamente fallidas. Maduro ha respondido a la derrota de la peor manera posible, culpando los problemas del país a todos menos a sí mismo.
Ésta no es la gran "batalla ideológica" que él simula que es. Cuando Jorge Giordani — ministro marxista del gabinete bajo Hugo Chávez — criticó a la administración por la incompetencia y el faccionalismo, fue acosado por secuaces del gobierno. Más bien, éstas son las medidas de un gobierno y sus compinches que saben que algo inevitable se avecina.
La comunidad internacional se ha mantenido en silencio acerca de los fracasos venezolanos durante demasiado tiempo. Excepto Estados Unidos, el resto del mundo ha preferido dejar tranquilo a Maduro, ya sea por una errónea corrección política por sus políticas sociales, o por respeto a sus reservas de petróleo, que son más grandes que las de Arabia Saudita.
Ese silencio se ha vuelto ensordecedor, conforme empeora la difícil crisis de Venezuela. Su economía depende del precio del petróleo, que sigue cayendo. Hay una grave escasez de artículos de primera necesidad. La hiperinflación es una posibilidad real. Existe un verdadero riesgo de una crisis humanitaria.
A pesar de su odio mutuo, es difícil creer que los moderados de todo el espectro político no puedan sentarse a negociar políticas para enfrentar la crisis. Para ayudarlos, los aliados tradicionales de Venezuela, como Cuba, Brasil y Bolivia, tienen que presionar a la línea dura del gobierno a sentarse a la mesa de negociaciones.
Es del propio interés de estos gobiernos hacerlo, pues una Venezuela en llamas sólo disminuiría sus propias posiciones. Lo mismo ocurre con los aliados internacionales de la oposición.
A menos que haya convivencia, cooperación y el nacimiento de una coalición, la triste comedia de Venezuela se convertirá en una tragedia. El riesgo es que una vergonzosa mancha aparecerá en una región que se siente orgullosa de su reconocida fe en la democracia.
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