Con la capacidad de disuasión del Estado no se juega. Si el Estado carece de ella, no funciona como tal. El elemento para hacerla efectiva es uno simple, pero insustituible: hacer creíble una amenaza. En países democráticos la amenaza es la aplicación de la ley bajo ciertos principios de protección de derechos y un debido proceso legal. En regímenes autoritarios es aplicar la fuerza coercitiva del Estado sin que medien garantías procesales. Fuerza bruta, en algunos casos. En uno u otro escenario se establecen las reglas del juego: tanto el Estado democrático como el autoritario manejan la amenaza de forma que sea creíble. En México perdimos esa capacidad. Por eso un personaje como El Chueco puede asesinar, como si tal cosa, a dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas, las tres personas muy queridas en la comunidad. Lo hizo porque se le dio la gana, porque su estado de ánimo estaba alterado tras perder un partido de beisbol. (Aprovecho: mi solidaridad profunda y cariñosa con toda la comunidad jesuita).
Es evidente que las decisiones del gobierno del presidente López Obrador en la materia han sido equivocadas. Sus premisas, a mi parecer, tenían algún contenido de verdad, pero no eran cien por ciento correctas. A saber: 1. que la violencia existe porque fue provocada, Calderón le pegó al avispero; 2. la violencia tiene que ver con la injusticia, un proceso acumulado de resentimientos y exclusión; 3. el mundo criminal se ordena solo, al existir un grupo predominante sobreviene la paz; 4. lo civil es corrupto y parte del problema, por eso no es importante fortalecerlo sino crear vías alternativas, como la militar, y 5. la clave es tener a gente honesta a cargo.
En estas premisas había un componente de pensamiento mágico: si yo lo creo, así es, sin plantear el proceso que lleva a la elaboración de una estrategia o política pública. Y la realidad nos está dando bofetadas para que despertemos. En el país el crimen no se acomoda solo, ni la Guardia Nacional, por el solo hecho de ser creación del presidente, funciona. Es momento de asumir que necesitamos un esfuerzo coordinado, de años, que se convierta en política de Estado, y crear las condiciones para que el propio Estado mexicano tenga la capacidad de hacerle frente al crimen. Una especie de gran acuerdo nacional como lo tuvimos para transformar nuestra vida electoral, o para transitar en distintos aspectos de nuestro desarrollo institucional.
No sé si lo recuerdan, pero bajo el gobierno del presidente Calderón se plantearon acuerdos para la seguridad con una infinidad de incisos que acabaron siendo olvidados. Fue la respuesta a aquel memorable planteamiento de Alejandro Martí: “si no pueden, renuncien”. Todavía recuerdo el esfuerzo de algunas organizaciones de la sociedad civil para dar seguimiento a aquellos acuerdos, hasta que se desvanecieron. Se los llevó el viento.
El punto es que existió por lo menos un ensayo de lo que podría llegar a ser un gran acuerdo nacional. El gobierno de Peña Nieto, con la carga de soberbia con la que llegó, lo desestimó. Por ser priistas creían que entendían mejor cómo gobernar al país (no como los novatos que les precedieron); supusieron que aún tenían a su disposición aquellos mecanismos de control político que resultaron tan eficaces a los gobiernos de su partido en la era pre-2000. No pudieron. Ayotzinapa se los mostró. En realidad nunca hubo un planteamiento redondo para atender el fenómeno de la criminalidad. Tuvieron detenida a la Iniciativa Mérida por meses, y titubearon frente a las reformas, a la seguridad y la justicia que este país necesitaba. No tuvieron proyecto contundente, y si tuvieron algo parecido, no lo vendieron con efectividad. Por eso nos quedamos entre azul y buenas noches. Mediocridad.
El gobierno actual tuvo la enorme oportunidad de construir un gran consenso en torno al tema de contención del crimen. De hecho, lo obtuvo en el Legislativo, con su iniciativa de creación de la Guardia Nacional. Quizá no lo recordemos hoy, pero esta iniciativa se aprobó por consenso. Contenía elementos que podrían ser parte del gran acuerdo que necesitamos: la constitución de un nuevo cuerpo de seguridad civil; el establecimiento de un plazo para la retirada del Ejército de las tareas de seguridad; la consiguiente necesidad de fortalecer a las instituciones civiles... Todo ello acompañado de reformas secundarias que regulaban el uso de la fuerza y el control de las detenciones. En retrospectiva, nada mal. En suma, las bases para un entendimiento amplio.
El problema es que la letra de la ley muy pronto se desvirtuó. De aquel acuerdo hoy queda un desacuerdo y la intención del presidente de convertir en militar lo que nunca fue civil. No hay planteamiento para hacer frente al fenómeno criminal, el cual no para de crecer porque aprovecha las señales de un Estado débil, sin proyecto, y de un país dividido. Con estos huecos, el crimen gana.
Por eso creo que éste será el tema articulador de un acuerdo, el tema eje de cualquier campaña. No habrá manera de que el Estado mexicano construya el mensaje de la amenaza creíble sin un proyecto de fortalecimiento que nos convoque a todos. Ojalá que los mexicanos podamos exigirlo y hacerlo realidad. Nos toca hacerlo.
La autora es directora de México Evalúa.