Ya lo sabemos. El caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos hace casi cuatro años en Iguala, Guerrero, quedará en la memoria como uno de los eventos más ominosos y trágicos del México contemporáneo. No es que las demás violencias no sean terribles –lo que sucedió en Allende, Coahuila, o lo que está pasando con los homicidios de candidatas y candidatos a los cargos de elección popular, son ejemplos de otros hechos nefandos–, pero lo que acaeció con los estudiantes marcó un antes y un después en la memoria colectiva. Por eso es tan relevante que el caso siga abierto y que no se escatimen esfuerzos en desentrañar lo que en realidad sucedió. Sólo por ello merece llamar nuestra atención la sentencia del Primer Tribunal Colegiado del XIX Circuito radicado en Reynosa, Tamaulipas.
Algunos la han calificado como histórica, otros –es caso del director de la Facultad de Derecho de la UNAM– la bautizaron como oscura. Paradójicamente creo que ambos tienen parte de razón. Van mis argumentos.
La pata más coja de la sentencia reside en uno de sus aspectos más torales: ¿era competente el Tribunal para decidir el caso? Formalmente nadie duda que ese Tribunal era la instancia facultada para dictar una sentencia final ante los amparos promovidos por presuntos participantes en la desaparición de los muchachos. Así que ahí no está el problema. La duda emerge cuando miramos qué fue lo que determinó esa instancia judicial. Por esa ruta la interrogante es otra: ¿podía el Tribunal ordenar la creación de una comisión de la verdad para reponer la investigación integral del caso? Una primera respuesta, si nos atenemos a lo que establece nuestra Constitución vigente, es simple y llanamente no.
En el texto constitucional no encontraremos facultad alguna que permita al Tribunal decidir lo que decidió. Sin embargo, las cosas no son tan claras porque una segunda interpretación sostiene que, si miramos más allá del texto constitucional y echamos mano de diversos tratados y protocolos internacionales –que son derecho vigente de máxima jerarquía en México–, podemos acreditar la competencia. Es obvio que esto es lo que pensaron los magistrados cuando tomaron su decisión. Y, como la misma no es revisable, esta será la conclusión jurídica que prevalezca. Sinceramente tengo mis dudas sobre sus méritos, porque soy de los que piensan que las facultades de toda autoridad deben ser expresas, precisas y acotadas. Pero, estando las cosas como están, lo que piense este columnista es irrelevante.
Así que vamos dando otra vuelta a la tuerca. Los actos –torturas, tratos crueles, inhumanos y degradantes a los detenidos– cometidos por el Ministerio Público durante la investigación que los magistrados documentan en su sentencia, son abrumadores. Esto nos lleva por otra senda que conduce a los efectos de la decisión. Después de leer esos hechos corruptores de la investigación, lo peor que podría pasar es que no pase nada. Si la decisión del Tribunal no es atendida por las instancias que podrían poner en marcha a la comisión investigadora y al final lo único que queda es esa fotografía del horror –de los hechos originales y de la investigación de los mismos–, el agravio para las víctimas y para la sociedad en su conjunto sólo será mayor. Hoy sabemos oficialmente –porque así lo ha determinado un Tribunal Colegiado– que la investigación fue un desastre, que se violaron los derechos de los detenidos y que de los normalistas no se sabe nada.
Al final el saldo de la decisión sigue siendo incierto. Para determinar si fue una decisión histórica tenemos que esperar los efectos que pretendieron los magistrados. Por lo pronto nos invita a reflexionar sobre el papel de los jueces ante eventos extraordinarios, sobre la efectividad de las sentencias y los riesgos que conlleva su potencial inobservancia, y sobre los alcances de eso que los abogados llamamos convencionalidad y que no es otra cosa que el impacto del derecho internacional en la jurisdicción nacional. Yo con eso me quedo.