Estrictamente Personal

¡Al diablo (ahora sí) las instituciones!

El estilo de López Obrador no abre las puertas que tienen las democracias, donde los equilibrios entre los poderes los obligan a interactuar y a negociar.

La cuarta transformación arrancó llena de conflictos. Se trata de imponer el cambio de régimen por la vía de la fuerza y por encima de todo. El discurso es noble y correcto: acabar con los privilegios y la corrupción, pero los cómos, que están haciendo crujir las instituciones, son inquietantes. Si no se ajustan al modelo y la ruta que plantea el presidente, serán ajustadas o eliminadas. Si las leyes no se ajustan a su realidad, las mayorías en las cámaras modificarán leyes y realidad. La famosa frase de Andrés Manuel López Obrador de "¡al diablo las instituciones!", cuando el Tribunal Electoral desestimó su impugnación presidencial y validó la victoria de Felipe Calderón, en 2006, ha recuperado fuerza, con la diferencia que aquél candidato hoy es presidente de la República y la retórica se convirtió en un recurso del poder.

La Suprema Corte de Justicia suspendió la ley que recorta los salarios hasta resolver si viola o no los artículos 75 y 127 constitucionales, y López Obrador declaró que como ganan salarios "estratosféricos" no entienden la realidad, escondiendo que la Corte sólo revisa si la ley aprobada por el Legislativo, es legal. El choque avanza rápidamente. Los voceros del presidente en el Senado y el Congreso, Ricardo Monreal y Mario Delgado, afirman que no harán caso a la Corte, lo que llevará a un desacato. Si la Constitución estorba, al diablo la Constitución y quien la defienda.

Lo escribió el senador Félix Salgado Macedonio este domingo en Twitter: "Si los ministros no aceptan ajustarse a la austeridad y quieren seguir viviendo como virreyes, habrá que plantear al presidente Andrés Manuel López Obrador los liquide y envíe al Senado las ternas de los nuevos ministros. Ernesto Zedillo también lo hizo. AMLO puede hacerlo". El senador propone un golpe de Estado técnico a uno de los tres poderes del Estado mexicano, con una falacia. Zedillo, que también propició un golpe de Estado técnico en 1995 y dejó sin Suprema Corte de Justicia al país durante 11 días, tuvo como objetivo una profunda reforma al Poder Judicial. Lo sugerido por el senador es que pretende desaparecerla porque desafió el deseo de su jefe político. Detrás de ello está la vieja idea en el equipo de López Obrador, de crear un Tribunal Constitucional que sustituya a la Corte.

El viernes pasado, el presidente López Obrador criticó dos órganos de regulación, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), y el Instituto Nacional de Evaluación Educativa. Este último está en fase de extinción, que vendrá con la abrogación de la reforma educativa, quizá la primera en ser desmantelada por el gobierno. Al INAI lo fustigó con varias mentiras; la mayor, haberlo acusado, como explicación de su ineficiencia, de esconder todo lo relacionado con el caso Odebrecht, cuando fue lo contrario. El INAI ordenó a la PGR que hiciera pública la información, que se negó a hacerla. Pero para efectos de su propósito la postverdad pega bien, y el argumento de que ganan mucho dinero para lo que hacen en un país de pobres que no se benefician de sus acciones, ayuda a sus propósitos.

El INAI va a desaparecer, o al menos es lo que desea López Obrador. En su gobierno ya circula el borrador para su liquidación y la creación de un zar contra la corrupción, que sería el instrumento del nuevo régimen para cumplir con esas funciones. De concretarse el plan, el INAI sería la primera institución de segunda generación democrática en desaparecer, dentro de este proceso de desmantelamiento acelerado del andamiaje construido por años como parte del desarrollo nacional. El zar dependería del Ejecutivo y no sería un contrapeso para el Ejecutivo. No respondería a las inquietudes de los ciudadanos, sino a los intereses del presidente. No sería transparente, sino opaco, ni tampoco buscaría que el gobierno rindiera cuentas, al ser el propio gobierno el que administraría qué cuentas hay que saldar.

Al presidente López Obrador no le gustan las instituciones que existen. Ha hablado contra el Instituto Nacional Electoral y sugerido que el manejo de las elecciones regrese a la Secretaría de Gobernación, como sucedía en el pasado. Se le atoran las comisiones de derechos humanos y como jefe de Gobierno en la Ciudad de México hizo caso omiso a sus recomendaciones. No le gusta la prensa crítica, y sólo reconoce como honesta a quien ha estado incondicionalmente de su lado. Todo gobierno pasado, desde 1980 a la fecha, afirma, o fue corrupto o aquellos que no participaron de la corrupción en forma directa fueron sus "personeros". Desde que gobernaba la Ciudad de México ha tratado de darles la vuelta hasta derrotarlas. El momento llegó.

A López Obrador hay que leerlo al pie de la letra. El proceso del cambio de régimen, aunque a trompicones, avanza en medio del conflicto y la violencia política. Las consecuencias aún no se alcanzan de ver en todo su alcance y magnitud. El caso de los bonos del aeropuerto en Texcoco es un ejemplo; y viene en camino otro potencial conflicto con empresas y gobiernos extranjeros con la reforma energética, al cancelar las próximas rondas de exploración y perforación, antesala de que si no la abroga, la congela. El estilo mostrado por López Obrador no abre las puertas que tienen las democracias, donde los equilibrios entre los poderes los obligan a interactuar y a negociar. La negociación con sus opositores está cancelada. No tiene tiempo para ello. Las cosas se harán como las quiere, tan rápido como necesite, hasta que la cuerda, si se llega a ello, se rompa.

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