Estrictamente Personal

Decepcionante debate

El debate resultó una decepción para quienes esperaban propuestas concretas; además, AMLO salió victorioso porque no fue cuestionado por sus ideas inverosímiles.

Para quienes esperaban una guerra de pastelazos en el segundo debate presidencial, los protagonistas no los defraudaron. Pero para quienes querían oír sus ideas y propuestas sobre los temas que incidirán en el futuro mexicano, fue una pérdida de tiempo. Estaban tan preocupados Ricardo Anaya y José Antonio Meade en atacar a Andrés Manuel López Obrador, que ni siquiera escucharon algunos señalamientos inverosímiles que hizo (por ejemplo, que quiere unir Asia con la costa este de Estados Unidos, que baña el Atlántico). Estaba tan preparado López Obrador para responder las imputaciones, que también desperdició la oportunidad de mostrarse como un político que entiende el mundo, aunque su proyecto de nación sea aislacionista. ¿Cómo mirar sólo hacia dentro en un mundo interdependiente? La respuesta, que es que la mejor política exterior era la interior, es insuficiente por reduccionista.

López Obrador, sin embargo, salió victorioso de este debate. La política exterior y migración es lo que menos conoce, los que menos le importa y donde menos recursos dialécticos tiene. Y, sin embargo, la debilidad de los argumentos de sus adversarios para mostrar su desconocimiento, le permitió terminar sin sobresaltos ante situaciones donde hubiera quedado exhibido. Uno de los momentos que perdieron sus rivales fue su propuesta de reedición de la Alianza para el Progreso, una iniciativa del presidente John F. Kennedy, en 1961, para desarrollar infraestructura en América Latina, que recordó López Obrador como un éxito, cuando en realidad terminó en fracaso, porque el financiamiento se redujo significativamente tras su asesinato, en 1963.

Meade tuvo una de sus grandes oportunidades en ese instante, porque una versión de aquella alianza, rebautizada por el presidente Barack Obama como la Alianza para la Prosperidad, fue abrazada como propia por el presidente Enrique Peña Nieto, en julio de 2016, para contribuir de manera significativa al desarrollo económico del llamado Triángulo del Norte, como definen a Guatemala, Honduras y El Salvador. Pero Meade no se acordó de su existencia. El pecado de uno se convirtió en el de dos. Ni Meade ni Anaya aprovecharon tampoco la oportunidad para mostrar, al recuperar López Obrador el proyecto de Kennedy, que en efecto, su visión de país es obsoleta y corresponde a un mundo que ya no existe.

La relación con Estados Unidos dominó la discusión sobre la relación de México con el mundo, ante lo que hay que achacarle lo políticamente correcto del Instituto Nacional Electoral –que escogió arbitrariamente los temas a discutir–, pero lo flagrantemente ingenuo de su iniciativa. Los candidatos tenían que hablar de la diversificación del comercio mexicano, lo cual se oye muy bien pero es cándido. ¿Cómo esperaba el INE que se debatiera la relación con el mundo dentro del subcapítulo de comercio exterior cuando 82 por ciento de sus exportaciones son a Estados Unidos? En el México de las simulaciones, este fue otro de los peores momentos del debate porque llevó a ninguna parte. Diversificar sus mercados con el mundo, vender a todos lados y compensar –no lo dijeron pero eso es lo que quieren decir- las ventas perdidas por los ajustes al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, no será posible en el corto o mediano plazos. Ni siquiera se sabe si sería posible en el largo. El aparato productivo nacional está injerto en el sistema económico de Estados Unidos desde 1994, para bien o para mal, y no está sencillo desmontarlo. Mucho menos en un sexenio, que sería lo que buscaría López Obrador si gana la presidencia, y si cumple sus promesas de campaña.

No deja de ser simplón, como lo demostró en el debate, plantear la relación con Estados Unidos como un asunto de voluntad y fuerza moral para negociar desde una posición fuerte. Si es una frase de campaña, está bien construida; si eso es lo que realmente piensa, no entiende la naturaleza de Estados Unidos ni la realidad de las relaciones bilaterales; no tiene estrategia para lidiar con el presidente Donald Trump, sino actos de fe. Anaya tampoco mostró grandes luces en este campo. De la buena onda en la relación, como la quiere López Obrador, él prefiere lo punitivo. Si Trump amenaza, su gobierno cancelaría toda la cooperación bilateral, dijo. Se saltaría de esta forma lo que el gobierno de Peña Nieto ya está haciendo, que es la revisión de todos los acuerdos bilaterales y cancelar aquellos donde no haya provecho alguno para México. O sea, tampoco esta idea es nueva, y salta a consecuencias sin sus etapas intermedias para dar aire a un arreglo.

Meade, que conoce a la perfección la temática, está entrampado con Trump. Justificó la invitación a Los Pinos cuando era candidato, con el argumento de que modificó su actitud frente a México. Todas las promesas de Trump de cancelar acuerdos internacionales, dijo, las ha cumplido, pero no la de pedir la abrogación del TLCAN. ¿A costa de qué? Insultos permanentes y, más grave por las consecuencias, la incertidumbre, que frenó inversiones y tiene loco al mercado de divisas. Del resto de los candidatos, que son poco duchos en política exterior y finanzas, se puede entender lo liviano de sus alegatos, pero de Meade se esperaba mucho más de lo que expuso. Él, que podía, no mostró al electorado lo que mejor sabe, perdiendo su oportunidad.

En la conclusión del segundo debate, los lugares comunes dominaron la discusión de fondo. Quizás muchos se divirtieron con los pastelazos, pero nadie se quedó con una idea clara de qué piensan y proponen sobre estos temas, conclusión de un debate decepcionante.

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