¿Cómo llamaríamos a un gobierno que en menos de dos semanas de gestión sometiera al país a una desventajosa negociación con inversionistas extranjeros por bonos que pueden costarle a México mucho más que la nada despreciable suma de 6 mil millones de dólares, que es el valor nominal de los títulos emitidos para construir el aeropuerto de Texcoco?
¿Irresponsable? ¿Temerario? ¿Negligente? ¿Incapaz? ¿Antipatriota?
Igual hay algún otro término, que se me escapa en este momento, que capture el talante de la naciente administración que en el NAIM se ha obcecado en un juego de ruleta rusa donde México no gana: al tambor de este revólver no le faltan balas.
Llámenle como quieran, pero por favor no llamen a ese gobierno el de "la cuarta transformación".
El poder siempre busca insuflar mitos o instalar una liturgia a fin de imponer una realidad que no se corresponde con lo que está a la vista.
Crean en lo que no ven, pregonan los que apelan a leyendas; crean y llegará una tierra prometida, insisten: háganlo incluso si lo que ven hoy apunta exactamente en sentido contrario de eso que esperan.
Como práctica privada, personal, cualquier fe es respetable; pero decretar un credo único en el ámbito social supone violentar el libre albedrío de las personas, y una afrenta a la salud pública.
Por eso hay que dejar de mencionar por aquí y por allá, de poner en titulares, de repetir acríticamente, eso de que estamos/vivimos en la cuarta transformación.
Hay que resistir el canto de la propaganda, hay que regresar el relato a su seca, y no por ello necesariamente mala, condición terrenal del aquí y el ahora.
Si dejamos de apantallarnos con los héroes patrios en el trasfondo de la propaganda gubernamental, si nos tomamos en serio los mensajes de la realidad, tendremos oportunidad de comenzar a calibrar el delicado momento que estamos pasando.
Hay que despojar a la política del ropaje que mandó a hacer la nueva administración y señalar lo obvio. México iba mal por donde iba, pero no va mejor hoy que hace un mes, y las señales de mejora no se atisban en el horizonte trazado por los recién llegados.
El voto por el cambio pudo ser de hartazgo y de convicción simultáneamente. No es cierto –porque del otro lado también hay falsos profetas– que con los que llegaron la resultante actual era obvia e ineludible. Rechazar esto último es igualmente crucial: quien con autosuficiencia apela al determinismo cancela imaginación y reflejos, y apuntala la versión victimista de los que se dicen llamados a transformar. Al complementarse en su mutua cerrazón, reducen al máximo las posibilidades de introducir nuevos (urgentes) elementos al debate.
Ese voto por el cambio no es monolítico cinco meses después, ni a prueba de balas que se disparasen en símil mexicano de la Quinta Avenida.
Por eso, hay que comenzar por regresar al terreno de los hechos, asumir que el voto del 1 de julio es una cosa, pero lo que hemos vivido después es otra.
Estamos ante un gobierno que en su afán por medirse con la historia descuida su elemental obligación de cuidar la armonía, la concordia y la estabilidad.
Las señales están al alcance de todos. No por nada la volatilidad financiera, la polarización y las crisis económicas son viejas conocidas de varias de las actuales generaciones de mexicanos.
Si dejamos de llamar 4T a eso que quieren vender desde Palacio Nacional, acaso podremos reconocer lo inaceptables, en términos incluso de una democracia como la mexicana, que resultan los desplantes de Monreal y Delgado, lo improcedente del presidencial me canso ganso.
Hasta hoy nuestra trágicamente desigual economía, a pesar de todo, ha soportado la turbulencia causada por los nuevos, pero los riesgos permanecen en amenazante latencia. Pero si el miedo aflora y alcanza niveles de contagio, si la crispación no es desactivada, serán varios los tigres que se suelten, para mal de todos.
Comencemos por llamar a las cosas por su nombre. No hay 4T. Hay, eso sí, una delicada coyuntura que demanda generosidad e inventiva de todos para ver si será posible ayudar incluso a los que hasta hoy no quieren escuchar.
Nadie pidió el 1 de julio una revolución. Ni que se decretara un cambio histórico de manera anticipada. El mandato fue corregir las injusticias que asuelan a los que menos tienen, reto nada menor pero no irracional. Entonces, ¿para qué desviarse del curso necesario? ¿Para qué encadenarse en el espejo del pasado?
A unas horas de conocer el primer Presupuesto de esta administración, ojalá mañana nadie hable de la 4T y sí de un gobierno que, al corregir, logró disipar los albores de la desconfianza. Ojalá.