Estrictamente Personal

No engañe, señor Presidente

Su visión de linchamiento institucionalizado a medios y periodistas es que se trata de un diálogo circular donde sólo ejerce su derecho de réplica. No es así.

El presidente Andrés Manuel López Obrador celebrará su segundo ejercicio de linchamiento de medios y periodistas en su internacionalmente criticado ‘top ten de las mentiras’, una nueva faceta para mantener viva la mañanera y continuar en la estrategia de distracción de los temas importantes. Dentro de esta ruta, aprovecha para ajustar cuentas con la prensa independiente, intentar la intimidación y buscar la previa censura. Su visión de linchamiento institucionalizado es que se trata de un diálogo circular donde sólo ejerce su derecho de réplica. No es así. Su ejercicio es un abuso de poder y viola garantías individuales.

El Presidente camina hacia una condena internacional por atacar a la prensa y coartar la libertad de expresión. Él dice lo contrario, asesorado por su vocero, Jesús Ramírez, inventor del cuestionado top ten para estigmatizar a prensa y periodistas. El Presidente sabe muchas cosas que no son ciertas, lo cual le ayuda en la plaza pública, pero no mucho más allá. López Obrador defiende la mañanera como un espacio de su libertad de expresión para decir lo que quiera. Sin embargo, como argumentó Mercé Barceló i Serramalera en un libro sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “la libertad de expresión es un derecho que no todos pueden ejercer del mismo modo”.*

No todos los titulares del derecho a la libertad de expresión “tienen el derecho a expresarse con la misma libertad”, dijo. “La posibilidad de ejercer el haz de facultades que contiene la libertad de expresión como derecho, en principio, se reduce en ocasiones o se amplía en otras, en función de quien sea su titular”.

De un lado sitúa a los periodistas, quienes “por razón de su profesión gozan también de mayores garantías que el resto de los ciudadanos en el ejercicio de las libertades de expresión”, porque si bien se puede alegar que no son distintos al del resto de los ciudadanos, “también es cierto que el valor preferente de la libertad de la información alcanza su máximo nivel cuando la libertad es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de opinión pública, que es la prensa”.

En las antípodas ubica a los funcionarios civiles, que deben actuar conforme a los principios de apego al derecho. “Los límites al ejercicio de la libertad de expresión, por tanto, se derivan de la naturaleza de la función que se cumple y se conectan con la institución concreta en la que el funcionario desarrolla su labor”, apuntó Barceló i Serramalera. Eso hizo la semana pasada la Sala Especializada del Tribunal Electoral, cuando determinó que el Presidente vulneró la contienda para las gubernaturas en Nuevo León y San Luis Potosí, tras rechazar que estuviera ejerciendo su derecho a la libertad de expresión, como dijo, porque lo realizó en un espacio de comunicación social y propaganda, la mañanera.

El Estado debe cumplir con su obligación convencional de garantizar el derecho a la libertad de expresión y el derecho al honor de manera simultánea, como los establece y protege la Convención Americana y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y existe una jurisprudencia en la materia establecida en el caso Kimel vs. Argentina. Ese litigio comenzó en noviembre de 1989, cuando Eduardo Kimel, un periodista y escritor, publicó el libro La masacre de San Patricio, donde analizó el asesinato de cinco religiosos durante la dictadura argentina en los 70 y criticó la actuación de las autoridades, particularmente un juez, que lo demandó por calumnia y lo sentenciaron a un año de prisión.

Kimel impugnó la sentencia, y al final le dieron la razón tras un juicio donde las partes presentaron alegatos en los que subyacía un conflicto entre el derecho a la libertad de expresión en temas de interés público y la protección de la honra de los funcionarios públicos. La resolución señaló que era necesario garantizar el ejercicio de ambos, subrayando que la prevalencia dependería de la ponderación que se hiciera a través de un juicio de proporcionalidad. Es decir, no todos, dependiendo su responsabilidad, son iguales dentro de un espíritu aristotélico. Así lo dejó sentado:

“Respecto al contenido de la libertad de pensamiento y de expresión, la Corte ha señalado que quienes están bajo la protección de la convención tienen el derecho de buscar, recibir y difundir ideas e informaciones de toda índole, así como también el de recibir y conocer las informaciones e ideas difundidas por los demás. Es por ello que la libertad de expresión tiene una dimensión individual y una dimensión social. Ésta requiere, por un lado, que nadie sea arbitrariamente menoscabado o impedido de manifestar su propio pensamiento y representa, por tanto, un derecho de cada individuo; pero implica también un derecho colectivo a recibir cualquier información y a conocer la expresión del pensamiento ajeno”.

“Sin embargo, la libertad de expresión no es un derecho absoluto. El artículo 13.2 de la convención, que prohíbe la censura previa, también prevé la posibilidad de exigir responsabilidades ulteriores por el ejercicio abusivo de este derecho. Estas restricciones tienen carácter excepcional, y no deben limitar más allá de lo estrictamente necesario, el pleno ejercicio de la libertad de expresión y convertirse en un mecanismo directo o indirecto de censura previa”.

La Corte argentina determinó que se había violado el principio de la proporcionalidad, afectando los derechos de Kimel y dictó una sentencia de fondo, reparaciones y costas, que el Estado argentino cumplió. López Obrador puede ir rumbo a un litigio de esa naturaleza, no contra un Kimel mexicano sino potencialmente contra muchos kimeles. La jurisprudencia no lo respalda, y eventualmente podría llevar al gobierno mexicano a asumir reparaciones y costas, aunque él ya no despache en Palacio Nacional.

*La profesora de Derecho Constitucional participó en un libro conmemorativo de los 50 años de la Declaración Universal, coordinado por Manuel Balado y José Antonio García Reguero para el Centro Internacional de Estudios Políticos, editado por Bosch, Barcelona, 1998. pp. 243.

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