Carlos Monsiváis decía que las películas de la Época de Oro del Cine Mexicano eran "autos sacramentales de mexicanidad". Y, en efecto, pocas escenas volvieron a ser tan mexicanas en la pantalla grande como los ojos de María Félix en Enamorada (1946), las rimas pícaras de Jorge Negrete y Pedro Infante en Dos tipos de cuidado (1952) y los excéntricos bailes de Tin Tan en Calabacitas Tiernas (1949).
Malas noticias para los nacionalistas: buena parte de este negocio fue financiado por un gringo.
Se llamaba William Oscar Jenkins y llegó a México en 1901, sin un sólo centavo, seducido por la apertura comercial del régimen porfiriano. Vestía siempre el mismo viejo sombrero y, si podía, caminaba largas distancias para ahorrarse los cinco centavos del camión. Organizó su autosecuestro durante la Revolución y se enfrentó a la gringofobia de los años 30. Hombre de bajo perfil, hábil y escurridizo hasta el final de sus días, fue uno de los multimillonarios más prominentes de México en la primera mitad del siglo XX.
¿Hubiera existido el Cine de Oro sin Mr. Jenkins? Probablemente no. Es la respuesta que ofrece el periodista Andrew Paxman, quien explora la vida de este misterioso personaje en su nuevo libro En busca del señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México (Debate).
Reticente a las entrevistas y cercano a las altas esferas de la política mexicana, el gringo –como lo llamaban despectivamente sus enemigos– controló la exhibición y buena parte de la producción de la industria fílmica mexicana durante más de una década.
Comenzó su poderío en Puebla, con apenas un par de salas de cine. En ese tiempo se le involucró en el homicidio de Jesús Cienfuegos, el propietario de un pequeño cine en aquella capital. Las autoriades del estado no investigaron el caso. A partir de ese hecho, el negocio de Jenkins comenzó a prosperar.
En los años 40 se convirtió en dueño de la Compañía Operadora de Teatros S. A. (COTSA), el principal circuito de cines de la capital. Para 1950, el Grupo Jenkins controlaba más de 300 cines, la cuarta parte del total nacional. La cifra crecería en los años siguientes hasta conformarse un duopolio que fue comandado por sus socios, Manuel Espinosa y Gabriel Alarcón, a quienes astutamente puso a competir para obtener más ganancias.
El cine moderno en el país no podría entenderse sin Jenkins, quien consolidó la costumbre de ir al cine. De la mano de Espinosa, las salas de COTSA se convirtieron en las favoritas de millones de mexicanos. Implementaron el olor artificial a palomitas para abrir el apetito de los clientes y ampliaron los quioscos de dulces. Además, por primera vez utilizaron una marca para designar a una cadena de cines: Variedades. Los dividendos alcanzaron sorprendentes tasas de 90 por ciento, según Paxman.
CACIQUE DEL CINE
El autor define a Jenkins como "uno de los precursores de la plutocracia mexicana". Sus negocios –en las industrias textil, azucarera y cinematográfica– prosperaron gracias a los favores de la clase política. Fue amigo de los hermanos Ávila Camacho: de Manuel, el expresidente, y de Maximino, el exgobernador de Puebla, quienes le permitieron incurrir en prácticas monopólicas.
En 1953, en una caricatura publicada en Excélsior, La Ranita Freyre lo comparó con un pulpo estrangulador de la creatividad. Había muchos inconformes con su participación en el Banco Nacional Cinematográfico, que se encargaba de financiar todas las producciones de la época, y de la cual fue cofundador junto con otros empresarios, como el banquero Luis Legorreta, de Banamex, y Gastón Azcárraga, el pionero de la industria automotriz en México. El gobierno sólo tenía una participación del 10 por ciento.
"Había un pacto de conveniencia entre Manuel Ávila Camacho y William Jenkins. En esos años el cine fue utilizado como instrumento de propaganda", apunta el autor, que asegura que el estadounidense fue quien detuvo los intereses de Emilio Azcárraga Vidaurreta en el cine.
Sobre Mr. Jenkins se han dicho muchas cosas. Paxman afirma que era un hombre justo, sin sentimientos racistas. Sentía, además, un profundo respeto por la gente que quería progresar a través de la educación.
"Quizás porque él empezó desde abajo". Pero tampoco puede negarse que fue producto de la generación de "los barones ladrones" como Rockefeller, Carnegie y J.P. Morgan, quienes amasaron cuantiosas fortunas a través de la violación sistemática de la libre competencia.
A Paxman no deja de sorprenderle que haya tan poca información sobre el empresario. Se ha hablado mucho sobre actores y directores, pero casi nada sobre el dinero que hizo posible los años dorados de una industria en cuyo mejor año, 1951, se estrenaron 111 películas.
"Hace falta una historia empresarial del cine mexicano", concluye el investigador. "Todavía hay muchos mitos sobre la Época de Oro".
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