Y pensar que todo esto estará alguna vez habitado por la muerte. Que esta cálida madurez de tu piel, que sube por mi tacto hasta el abismo de mi desasosiego, tiene que desgajarse un día sobre su propio silencio desolado. Que este orden de cosas naturales, que hacen de ti y de mí y del agua y los pájaros, claros volúmenes para la vendimia de los sentidos, estará una tarde hundido en la niebla de lejanas comarcas. Que ese temblor de voces interiores que sube por tu sangre, que se anida en tu vientre como un hijo, cuando te hablo de cosas simples, elementales, como estas cosas tremendas de que estoy hablando, tiene que estar un día trasladado a otro cuerpo, cuando los nuestros sepan del peso de las piedras, y sin embargo siga siendo verdad el amor. Que este dolor de estar dentro de ti, y lejano de mi propia sustancia, ha de encontrar alguna vez su remedio definitivo.
Pensar que alguna vez conoceremos los puertos del olvido, igual que antes, cuando aún no habían venido estos cuerpos a habitar nuestra tristeza. Que los hombres caminantes tendrán que sorprenderse alguna vez de que todos los pájaros enmudezcan de pronto, sin saber que eres tú, y que soy yo, que hemos vuelto a encontrarnos más allá de nuestros huesos. Que una tarde regresarán los bueyes del arado con las cuchillas iluminadas de una amorosa claridad, y todos creerán que hay estrellas sembradas, sin saber que eres tú, y que soy yo, que estamos preparando las semillas. Que un domingo como éste sonarán las campanas con bronce estremecido y los niños preguntarán asombrados quién ha muerto en domingo; sin saber que eres tú, y que soy yo, que aún seguimos muriendo en todas las preguntas.
Pensar que alguna vez los árboles preguntarán a sus raíces cuándo van a pasar los vidrios de nuestros ojos para que sea más clara la luz de sus naranjas. Que el agua de los ríos nos llevará, polvo a polvo, hasta el júbilo de los que tuvieron sed y la mitigarán con nuestra arcilla. Y que cada una de las cosas que amamos seguirá siendo bella sin necesidad de que nosotros la amemos.
Y, sobre todo, pensar que este amor nuestro tiene que morir, antes de que estas cosas pasajeras estén habitadas por la muerte.
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Cuando venga la primavera y yo no esté contigo, y estén secos la tierra y tu paladar, siembra un árbol en el patio. Un árbol que sea poderoso y corpulento –un roble o una ceiba- para que pueda sostener la estación de los pájaros. Riégalo diariamente con el agua en que lavaste tus manos, para que el viento aprenda a tejer la caricia. Y déjalo crecer, sin que haya boca humana que se atreva a morder a sus raíces amargas. Sé egoísta, porque la vida es demasiado corta para compartirla. Y haz que tu árbol sea sólo tuyo, con todo el vigor de su poderío vegetal, para que nadie venga a disputarte su frescura. No prestes el hacha a tu vecino ni tomes de la miel de sus panales, porque la gratitud es enemiga de los árboles. Pero si aún insisto en ser ausente, toma un cuchillo, graba nuestros nombres en la corteza, y llama a tu vecino para que tumbe el roble.
Cuando llegue el otoño, si aún no he regresado, clava una herradura en la puerta. Cuando vengan nuestros amigos comunes y te hablen del sabor amargo de la arcilla y elogien los animales que han crecido en tu huerto, hay en tu mesa pan de buena levadura y agua recién llovida en tus alcarrazas. Pero cuando se marchen, ya después de la cena, cierra las puertas para que no vuelvan, porque un día acabarán con el pan, con el agua, y sin embargo seguirán siendo amigos nuestros. Los martes no mires la herradura, pero si sigo ausente, mírala todo el tiempo hasta cuando la ira entierre sus raíces de acero en tu corazón.
Cuando llegue el verano, espérame, pero guarda toda la sal de los mares en tu casa. Si alguien llega a tus puertas y las derrumba a golpes, dale a beber tres aguas de salitre, y deja el pan salado para que la voz se le vuelva de piedra en la garganta. Riega sal en tu lecho para martirizarte en mi demora, y para que tenga sabor de espanto la sustancia de tus pesadillas. Lava tu piel con terrones de sal y sentirás cómo muerde la soledad cuando han pasado todas las estaciones. Si al terminar el otoño aún sigo distante de tu ámbito amoroso, cubre con seda oscura tus espejos y riega sal en el umbral de tu puerta.
Y si cuando lleguen las lluvias no he regresado aún a tu corazón, entonces vete al patio, y cava un pozo donde quepan tus huesos.
El amor es una enfermedad del hígado tan contagiosa como el suicidio, que es una de sus complicaciones mortales. Sin embargo, ambas han sido convenientemente dignificadas, elevadas a una categoría sentimental, acaso por la imposibilidad de la ciencia para elaborar una terapéutica apropiada. La languidez, la suspirante actitud de las doncellas medievales que derramaban su palidez por una ventana con la misma seriedad con que una lavandera derrama un balde de agua, no era sino el resultado lógico de una alimentación pasada de proteínas.
Pero lo más peligroso de la enfermedad amorosa es lo que ella tiene de teatral. No sólo en su esencia, sino en sus elementos accidentales. Tan pronto como se presentan los primeros síntomas, el paciente se vuelve impaciente, elabora argumentos, monta su aparataje escenográfico con el más complicado sistema de bambalinas suspirantes, de consuetas literarios (sic), de telones decorados a brochazos de lírica timidez; y empapela las paredes de su pensamiento con cartelones aparatosos que anuncian una conmovedora obra ceñida a los cánones de un auténtico dramatismo de escuela, para después, a la hora de la función, salir con una pantomima. De allí que las más grandes obras de la literatura universal no tengan otro fin que encontrar la vulnerabilidad hepática del lector.
Con el amor, como con toda enfermedad contagiosa, sucede que quien la contrae tiene indefectiblemente a quien cargarle la culpa. Aunque después venga el período del aislamiento, de la cuarentena sentimental, en que los dos enfermos, después de innumerables rodeos, logran encontrarse en el sitio espiritual donde su identificación sintomática comienza a acentuarse y su enfermedad a volverse crónica.
Es el período emocional en que el paciente puede ser desahuciado con la epístola de San Pablo. El hígado se anquilosa, la mujer palidece, el hombre pierde el apetito y se convierte en idiota o en filósofo. No le queda entonces otro recurso que especular sobre la metafísica del olvido, que unos –demasiado precipitados- resuelven con el suicidio, y otros con una papeleta de ruibarbo antes del desayuno.
*Publicado en 1948, en El Universal, de Cartagena.