Es probable que aquí, entrando a la izquierda, mesa uno, silla del rincón, Renato Leduc debatiera sobre el tiempo para darle forma al imposible verso que muchos conocen por la interpretación de José José y Marco Antonio Muñiz.
También puede ser que en esta mesa de La Jalisciense, Armando Jiménez platicara con Leduc sobre las impresiones de Picardía Mexicana, ese instructivo de México que prologaron Octavio Paz, Antonio Alatorre o Santiago Ramírez. No sería descabellado pensarlos juntos, trago a trago, con el hombre de las Inmoralejas, Francisco Ligouri.
Todas las historias suceden en una cantina -"esas universidades de la existencia"- como las llamaba el mismo Renato que da nombre a una calle que los tlalpenses llaman Ferrocarril, más por sello de identidad que por desprecio a su poeta.
La buena vida consiste –de vez en vez- en beber bien. Cuando llegan las dudas -¿bueno, a dónde vamos?-, Tlalpan es una opción firme, como su tierra, que cuando habla de historia el valle calla.
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Es recomendable que deje el coche y se aventure por las calles históricas de la vieja San Agustín de las Cuevas, al estilo de Ignacio Manuel Altamirano. A una calle, hacia el oriente, encontrará el centro de Tlalpan, famoso porque aquí se realizó la primera llamada telefónica hacia la Ciudad de México, entonces lejana y pérfida.
El viajero, de pronto, sentirá que ha viajado cientos de kilómetros y que ha llegado a un pueblo de esos que Altamirano pintó en "Navidad en las Montañas", pero no, está aquí, en la city. Mirará, desde el kiosco, la Iglesia de San Agustín, el edificio delegacional y, sin querer, leerá: "Cantina La Jalisciense", letrero nuevo porque hace décadas tenía prohibido anunciarse. El edificio fue el primero de dos pisos en este lugar que coquetea con el tiempo, la palabrita de Leduc. Aquí, sobre esta mesa en la que probablemente debatió sobre las horas, nació Renato Leduc el 16 de noviembre de 1897. Y aquí, en donde cada segundo vale, platicó a destiempo de Leonora Carrington, de María Félix y de los Contemporáneos. "De amor y dolor alivia el tiempo", escribió. Y un trago alivia, además, la sed, como diría Armando Jiménez, el "Gallito Inglés".
El viajero, en esta calurosa semana, peguntará por Miguel Fernández, hijo de don Fernando, comprador de la cantina en 1969. Porque, debe saberlo, originalmente (1870) el estanquillo estaba en lo que hoy es el edificio municipal. Sediento, el forastero pedirá una cerveza y preguntará por la comida. Miguel le ofrecerá las famosas tortas de bacalao o las de jamón serrano. Los conocedores, parroquianos de pueblo, le recomendarán "las especiales", garantía de la casa, y la carne tártara.
Diez mesas componen el lugar que remite a un México que se resiste a la fuga sin fin. Mirará asombrado la barra, la contrabarra y las fotografías, esos tiempos congelados, de este mal necesario para el desaburrimiento.
Aquí, en esta mesa, a la entrada a la izquierda, el tiempo es otro. "Desatarse a tiempo es una virtud", dijo Leduc. Miguel Fernández, forastero, no le permitirá excederse. Si algo da buena vida es la dicha inicua de detenerse en el momento justo. El viajero pagará y saldrá, bajo una luna mustia, sin haber sentido correr el tiempo.
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