¿Cuánta vida cabe en 20 años? Dijo Julio Torri que los mexicanos no saben vivir, sólo saben morir. Los rituales obedecen a sus invariables calendarios. La vida cabe completa en ese simposio que llaman fin de semana.
Ricardo Rodríguez es la gran cruz de la efeméride del festejo fúnebre de la vida nacional. Nada es colación en un país que se rinde, sin vergüenza, a la Catrina o a la Santa Muerte. Todo llega puntual en la agenda de la tierra donde la muerte no tiene fin ni principio, sólo estancia, sólo presencia, inmaculado azul de lontananza. Sí. Lo que muere es lo que vive eternamente.
Ricardo vivió dos décadas, sólo dos. El domingo se cumplirán 53 años de su lamentable muerte en la entrada a la curva peraltada del circuito que hoy afanosamente lleva su apellido. Su posteridad, por ahora, supera en 33 años (la edad del Mesías) a su frenética vida, en la que se escondía el Desarrollo Estabilizador y la cara urbana de una ciudad que se aleja del tiempo como si huyera de la isla del misterio.
La antología del destino ha querido que el Gran Premio de la Fórmula Uno vuelva a la Magdalena Mixhuca en el mismo día en el que Ricardo dejó de ser principio para ser fin. Pero principio. Porque aquel 1 de noviembre fue el comienzo de la fiesta del auto, cuyos atisbos se dieron en la Carrera Panamericana, esa aventura en la que las familias mexicanas conocieron el pleito contra el reloj sobre la máquina y ese desborde del camino que otros llaman carretera.
Ricardo nació en el día del amor de 1942, cuando México era la prosperidad de la Segunda Guerra. A los 19 años (y 208 días), edad en la que muchos jóvenes mexicanos de hoy no tienen rumbo ni destino, fue invitado para conducir un Ferrari 156 en el Gran Premio de Italia. El más joven de la historia (marca que batió el español Jaime Alguersauiri en 2009, 19 años y 125 días) y el único mexicano hasta entonces en el overol del Caballero Rampante, con el que logró el cuarto lugar en Bélgica y el sexto en Alemania en 1962. El héroe es, en última instancia, un final predestinado. Ricardo no lo supo; lo fue.
Por extrañas razones, Ferrari no quiso correr el no puntuable primer Gran Premio de México, cosa que sí había hecho en el de Pau, un año antes.
Ricardo, empeñoso andante hacia su final, se inscribió en un Lotus con motor Climax. Toda inmortalidad es un presentimiento. En las pruebas libres, el niño que fue campeón de bicicletas y motocicletas, el tercer hijo de Pedro Natalio Rodríguez Quijada y Conchita de la Vega, conoció a la Bella Dama cuando la curva avisaba un desplante trágico la siempre caprichosa geografía de la pista.
El joven ídolo se desprendía entre la suave patria y el desconsuelo unánime de la lágrima desesperada del por qué aquí y ahora. Si todo comenzaba, si todo era principio, por qué el final del gran piloto de la Fórmula Uno. Parecía absurdo, el festejo del estreno duró casi nada. Al atardecer de aquel día de Todos los Santos, México lloraba el letal accidente que le despojaba de una mitad de su gloria automovilística mundial. Nadie pudo creer lo que sucedió. Fue una broma macabra del destino; una burla.
Nueve años después, el 11 de julio de 1971, en Nuremberg, Pedro, su hermano mayor por dos años, encontró la muerte en la pista a bordo de un Ferrari 512M, del Herbert Müller Racing. Tenía 31 años, un soplo de vida.
¿Cuánta vida cabe en 20 años, o en 31? Este fin de semana los mexicanos darán sentido a la vida del héroe.