Causó sorpresa entre la mayor parte de los expertos y los inversionistas que en el último año de la Administración de Andrés Manuel López Obrador se propusiera un esquema fiscal que eleva significativamente el déficit público hasta llegar al punto más alto en su proporción al PIB en más de 30 años.
La Secretaría de Hacienda ha explicado que el indicador relevante no es el nivel de déficit de este año, sino la proporción que guarda la deuda pública respecto al tamaño de la economía, medida en el PIB, cuyo porcentaje previsto es de 48.8 por ciento, lo que implica que sigue en niveles que se encuentran muy por debajo de la mayoría de los países desarrollados y de bastantes de las economías emergentes.
Los primeros juicios hechos por las calificadoras señalan que lo más probable es que no haya una degradación de la deuda soberana del país por efecto de este crecimiento del déficit. Sin embargo, también han señalado que habrá que observar con detalle la sustentabilidad de las finanzas públicas en el mediano plazo.
El gobierno ha dicho que el incremento del déficit, es decir, del endeudamiento en que incurrirá el sector público en el 2024, no marca tendencia, sino que será solamente por un año y se esperaría que a partir del 2025, nuevamente se redujera. La razón de este argumento es que se pretende que este año se concluya una serie de proyectos que arrancó la actual administración, o bien otros, que tomó del gobierno de Enrique Peña, como el Tren México-Toluca, lo que imprimirá presión al gasto.
Al concluir las inversiones, se esperaría que la demanda de recursos para los próximos años nuevamente se redujera. No está claro que eso suceda. Incluso, de acuerdo a las previsiones del programa propuesto por Hacienda, la inversión pública prevista para el 2024 estará 23 por ciento por abajo en términos reales de la del 2023.
Pareciera que en realidad la presión sobre las finanzas públicas viene más bien de tres factores. El primero es el mayor costo financiero de la deuda pública.
La previsión es que se destine a este rubro la cifra de 1.26 billones de pesos, lo que significaría un incremento de 12 por ciento en términos reales, respecto a lo desembolsado en el 2023, y de 25 por ciento respecto a las cifras del 2022. El segundo elemento que presionará fuertemente el gasto son los programas sociales, y especialmente la pensión para adultos mayores, la llamada pensión del bienestar, para la cual se están asignando alrededor de 465 mil millones de pesos, una cifra que casi duplica lo correspondiente al 2022.
El tercer factor que imprime una presión a las finanzas gubernamentales para el próximo año es la previsión del pago para las pensiones. El gobierno, debido a compromisos legales y contractuales, debe contribuir al pago de las pensiones de un sinnúmero de sistemas. Esto implica un desembolso de alrededor de 1.5 billones de pesos para el próximo año, lo que es un incremento de alrededor de 25 por ciento respecto al año 2022.
En realidad, lo que preocupa a las calificadoras y a diversos expertos no son tanto los desembolsos de las megaobras, como la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya, el tren interoceánico o la operación del aeropuerto Felipe Ángeles. Aunque algunos de estos proyectos requerirán subsidios para poder operar, los montos desembolsados serán sustancialmente menores a los que se necesitaron durante su construcción.
Por eso, se visualiza que para los próximos años, las fuentes de presión del gasto público tengan que ver con gastos inerciales que serán difíciles de contener como los programas sociales o las pensiones.
Gane quien gane la presidencia de la República, así logre mayoría en el Congreso o no, la realidad se va a imponer y es muy probable que se requiera en la próxima administración una profunda reforma hacendaria.
Subrayo lo de hacendaria porque no bastaría con cambios en materia tributaria, sino que se requeriría también una transformación fundamental en materia de gasto público, así como en la relación que guarda la Federación con los estados y municipios.
Desde luego que se necesitaría una mayor recaudación para solventar los compromisos del Estado, pero también sería indispensable un esquema que permitiera que los diversos gastos e inversiones que está realizando el Estado fueran efectuados por el sector privado. Esto no implica que el Estado pierda la capacidad para regir y regular la economía, sino simplemente que deje de hacer desembolsos que pueden ser efectuados por el sector privado para poder destinar mayores recursos a aquellos propósitos que corresponden al gobierno, como por ejemplo, la seguridad pública.
En el caso de la relación con los estados y municipios, se tendría que cambiar el sistema a través del cual los estados dependen en una —enorme proporción— de los ingresos que le transfiere el gobierno federal. Sería necesario que se activaran impuestos locales que permitieran un incremento de la recaudación local, como el predial.
Seguramente, una prevención de las calificadoras es que todos estos cambios tendrían profundas implicaciones políticas, costos que quizás afectarían las simpatías del partido en el gobierno. Pero, de no realizarse, probablemente el déficit público, que ha causado tanta controversia en los últimos días y semanas, aparecería pequeño respecto a las enormes necesidades de financiamiento que se generarían.
México es un país que parece condenado a no realizar una reforma hacendaria que verdaderamente dé sustentabilidad a las finanzas públicas. Las primeras discusiones en la era moderna vienen desde los 50 del siglo pasado, cuando el economista inglés Nicholas Kaldor, fue contratado por el Secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, para hacer un diagnóstico de las finanzas públicas mexicanas.
A lo largo del tiempo, se ha avanzado de tumbo en tumbo, con la creación del IVA o un sistema de coordinación fiscal. Pero pareciera que nos quedamos estancados en los 80. Desde entonces no ha existido una reforma hacendaria profunda.
El problema es que el destino nos alcanzó. No hay manera de que en los próximos seis años las finanzas públicas sobrevivan sin un cambio en los esquemas de recaudación y de gasto. No importa si gana la izquierda o la derecha en las próximas elecciones federales en México.
El cambio en las reglas del juego, que solo puede hacer un gobierno en sus primeras etapas, va a ser uno de los elementos fundamentales del proyecto de la próxima administración, salvo que se quiera vivir una crisis fiscal antes de que termine el próximo sexenio.
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