Cada vez que la cumbre del volcán Popocatépetl lanza fuego o bocanadas de ceniza más fuertes que las normales, como ocurrió esta semana, lo hace bajo la atenta mirada de una docena de personas de la comunidad científica. Nada pasa desapercibido porque millones de personas, e incluso el tráfico aéreo, pueden verse afectados si entra en erupción: más de 10 pueblos cerraron esta semana sus escuelas debido a la ceniza en el aire, que se acumulaba también en calles y automóviles.
Desde hace casi 25 años la “montaña que humea”, como lo llamaban los pueblos originarios, es el volcán más vigilado de México: siete cámaras -una de ellas térmica-, 12 sismógrafos, seis estaciones para medir deformaciones en sus laderas, dos sensores infrasónicos y siete estaciones meteorológicas envían datos las 24 horas, 365 días, al año a un centro de control situado a 80 kilómetros, en el sur de la Ciudad de México.
Allí 13 científicos de diferentes especialidades cubren diversos turnos en una sala cubierta por pantallas, una especie de unidad de cuidados intensivos donde se registra en tiempo real cada tremor, cada exhalación del “Popo”, como los mexicanos llaman a esa montaña de 5 mil 426 metros de altura que surgió en el cráter de otros volcanes y cuya forma actual se remonta a más de 20 mil años.
¿La razón de tanto monitoreo? En un radio de 100 kilómetros viven 25 millones de personas, hay cientos de escuelas, hospitales, viviendas y cinco aeropuertos de constante tráfico nacional e internacional. Todos podrían verse afectados por una erupción.
Paulino Alonso, uno de los responsables del Laboratorio de Monitoreo de Fenómenos Naturales del Centro Nacional de Prevención de Desastres de México (CENAPRED), revisa todas las pantallas cuando inicia su turno, verifica la sismicidad del país, del volcán y de la capital, así como las previsiones meteorológicas y las fumarolas sobre el cráter.
Las nubes de ceniza merecen especial atención. Según explicó el técnico, son más o menos grandes y casi constantes, porque desde 1994 el volcán no duerme.
Un mapa satelital marca esas nubes y una computadora pronostica los movimientos que harán. Su principal peligro son los problemas respiratorios en la población y sus efectos en los aviones, porque la ceniza puede afectar la visibilidad y actuar como una “lija” en su fuselaje y alas.
A diferencia de los terremotos, los volcanes son más predecibles y, aunque la naturaleza siempre puede dar sorpresas, hay señales de alerta: que aumenten las explosiones de ceniza y material piroclástico, se deformen las laderas, que haya más temblores o que se incrementen los niveles de ciertos gases o sustancias químicas en los manantiales de la zona.
Para explicar de forma sencilla a la población el nivel de peligro en cada momento y las precauciones a tomar, el CENAPRED diseñó el “semáforo volcánico”: el verde significa tranquilidad; amarillo, alerta; rojo, peligro. Desde hace años oscila entre varios niveles dentro del amarillo, que indica que hay que estar prevenidos, pero sin alarma.
En la sala también se vigilan otros fenómenos naturales como sismos —-en concreto el sistema de alertas en las principales ciudades—-, huracanes y hasta la intensidad de los rayos cósmicos del Sol. “Si hay una explosión importante (en el Sol) podrían verse afectadas las comunicaciones, la transmisión de energía eléctrica”, indica Alonso.
El día está tranquilo, pero de repente suena un acorde. Luego un pitido que se repite cada segundo. Una estación ha detectado un sismo fuerte y la computadora está esperando que otra confirme antes de alertar para evitar falsas alarmas.
Es una grabación de lo que pasó durante el terremoto del 7 de septiembre de 2017. En la pantalla se ve cómo el sismo de ese día —graficado por ondas de colores— avanza desde el sur al centro del país. Una onda morada llega antes a la capital; es la que hace saltar la alarma. Segundos después arriban las amarillas, que representan el peligro.
Si el epicentro no está en la costa sino en el centro del país, el margen de maniobra de las autoridades es mucho menor, porque puede empezar a temblar en la capital sin que suene la alarma, como ocurrió en otro sismo, el del 19 de septiembre de 2017, en el que murieron aproximadamente medio millar de personas.
Pasadas las 48 horas, el equipo de 13 científicos rota y la rutina de vigilancia vuelve a comenzar.