Cuando Washington llega al límite, ¿quién tiene la influencia suficiente para persuadir a los legisladores a mantener trabajando el gobierno? La respuesta obvia es el presidente de EU. Una mejor es Jamie Dimon, presidente ejecutivo de JPMorgan Chase. Con el voto de la semana pasada en duda, Dimon ayudó a presionar al Congreso para que aprobara un proyecto de ley para permitir que el gobierno federal siguiera funcionando durante la mayoría del año entrante. Qué buen servicio público, estoy escuchándoles decir. De hecho sus motivos eran más específicos. El proyecto de ley incluía un tema que no estaba relacionado, permitiendo que los bancos reanudaran el comercio de productos derivados de sus sucursales con contribuyentes asegurados. Esa prohibición ya es historia. ¿Quién más que un gigante de Wall Street podría solicitar – y recibir – tal servicio?
Más de seis años han pasado desde que el colapso de Lehman Brothers desencadenó un colapso global. Nunca más sería permitido que Wall Street escribiera el libro de reglas por su cuenta, dijo Washington. Hasta cierto punto, le cortaron las alas. Los grandes bancos cabildearon intensamente para cambiar párrafos del acta de reforma Dodd-Frank de 2010. En muchos casos fracasaron. Por ende, Washington ahora tiene una agencia de protección financiera del consumidor. La Reserva Federal ha impuesto un tope en las proporciones de apalancamiento de Wall Street. Los bancos pasan muchos tipos de derivados a través de cámara de compensación central. Bajo la Regla Volcker deben mantener las transacciones de propietarios separadas de su negocio de depósitos.
Muchas de estas reformas se pueden considerar como progreso – particularmente los límites de apalancamiento. Además, en algunos casos Wall Street ha tenido razón en quejarse de las regulaciones. Los bancos han apuntado con justificación al escalamiento de costos regulatorios desde 2010. Washington tiene más reguladores que sentido común. Muchas veces se fijan en los centavos descuidando los dólares.
Los departamentos de cumplimiento de los bancos han crecido mucho para estar al día con una avalancha de micro-regulaciones que pocos creen que puedan ayudar a bajar el riesgo general. La secuela de 2008 no es de ninguna manera un simple cuento de Wall Street timando a Washington. Pero – como muestra la intervención de Dimon – las altas finanzas están recuperando la influencia que parecían haber perdido.
El problema se originó con la crisis. Cuando el sistema se colapsaba en 2008, Washington hizo cualquier cosa por sostenerlo. Timothy Geithner, el primer secretario del Tesoro de Barack Obama, ignoró a aquellos que llamó fundamentalistas del Antiguo Testamento que exigían que los grandes bancos fueran liquidados y sus presidentes ejecutivos llevados a juicio. Ese remedio hubiera sido peor que la enfermedad. Geithner y sus colegas fueron haciendo las reglas conforme avanzaban para prevenir un colapso que hubiera lanzado al mundo a una depresión. Su paciencia fue pragmática. Desafortunadamente, la mantuvieron mucho después de que la crisis había pasado. Fue una decisión correcta que Citigroup pudiera seguir trabajando en 2009, aunque de hecho estaba quebrado. Pero ¿debería ser tanto más grande ahora que hace seis años? ¿Es sano que los cabilderos de Citi hayan escrito palabra por palabra la cláusula que apareció en el proyecto de ley de gastos de la semana pasada?
La pregunta se responde por sí misma. Apunta también a dos deficiencias enormes que regresarán a perseguir a Washington cuando la siguiente crisis aparezca. La primera es que los bancos "demasiado grandes para fracasar" son más grandes ahora que cuando fueron rescatados. El sistema financiero de EU está mucho más concentrado que en 2008. Los cuatro grandes – JPMorgan, Citi, Bank of America y Wells Fargo – tienen el 68 por ciento de los depósitos de EU y un mayor porcentaje de participación en el comercio de derivados de EEUU. Los apologistas dicen que la crisis comenzó con los bancos de inversión, más que con los comerciales. Esto es cierto en principio. De todas maneras incluyó a Citi, Chase Manhattan y otros.
La segunda es que no ha habido mejoras en la cultura de Wall Street – o en los hábitos de cabildeo en Washington. Los banqueros rechazan a Elizabeth Warren, la senadora demócrata de Massachusetts, por ser populista. Tal vez sería bueno que escucharan a Bill Dudley, presidente de la Reserva Federal de Nueva York y anteriormente un socio de Goldman Sachs. En un discurso el mes pasado, Dudley dijo que los bancos deberían cambiar su cultura poco ética o enfrentar ser divididos en entidades más pequeñas. No hay código de conducta que se pueda aplicar a Wall Street. Dijo Dudley: "El patrón de mal comportamiento no terminó con la crisis".
En algún punto ocurrirá otra crisis en Wall Street. Podría ser dentro de una década o el año entrante. Los mercados funcionan en ciclos psicológicos en que el miedo cede el paso a la avaricia y luego a la resaca. La avaricia va hacia arriba nuevamente. No hay ley que pueda evitar que la siguiente bomba explote. No hay reguladores que puedan predecir el evento. Pero podrían hacer más para estar listos cuando llegue. Los fundamentalistas éticos de Geithner tienen razón. El proyecto de ley de gastos de la semana pasada contenía otro punto que no tiene nada que ver con mantener funcionando al gobierno. Éste incrementa el límite de lo que un individuo puede donar a un partido político – ahora más de 700 mil dólares. No hay premios por adivinar cuál es el sector de la economía de EU que es el más grande donante electoral. Ni hay premios por adivinar quién es el más hábil para moldear los reglamentos a su gusto.
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