A veces los contornos de un paisaje se desdibujan en los detalles. Esto está sucediendo actualmente en medio de la fractura del orden liberal del Occidente. El Brexit, Donald Trump, el nacionalismo colérico y la política populista son todos detenidamente reportados y rudamente debatidos. Perdida en la cacofonía se encuentra la visión clara de cuánto está realmente en juego.
A pesar de todos sus defectos, el acuerdo posterior a 1945 marcó el comienzo de un notable período de relativa paz y prosperidad. Todos podemos enumerar los errores: arrogancia en Washington, políticos corruptos en Europa y codiciosos banqueros por doquier. Pero, en su mayor parte, la historia ha sido la de un aumento en los niveles de vida y de una política de generosidad.
La libertad ha avanzado a la par de la ausencia de guerra entre las grandes potencias. Nosotros olvidamos con demasiada facilidad que no existe nada inevitable acerca de la paz o acerca de la marcha de la democracia.
También pudiéramos haber notado la sinergia entre un orden mundial basado en reglas y las florecientes sociedades abiertas. Lo que une la paz en el extranjero con la democracia en casa es el Estado de derecho. Si se sustituye con el poder arbitrario, los Estados caen en guerra y las sociedades se deslizan hacia el autoritarismo. Por eso debemos temblar cuando Trump, el presidente de la democracia más poderosa del mundo, desafía casualmente el derecho de los jueces estadounidenses a defender las libertades fundamentales y desprecia la cooperación internacional a favor del nacionalismo de 'EU primero'.
El sistema establecido después de 1945 se construyó sobre la base del poder estadounidense. Pero perduró y, después del final de la guerra fría, se expandió porque el liderazgo de EU estaba embebido en reglas e instituciones multilaterales. Esto concernía a todos. Washington a veces se extralimitaba, como en el caso de Vietnam o en el de la invasión de Iraq. Según los estándares de la historia, sin embargo, la "Pax Americana" era esencialmente benigna, dependiente tanto de la fuerza del ejemplo como del poderío militar.
En Europa, un legado de guerra entre Estados fue reemplazado por un sistema que reconocía su interdependencia. Existe un sinnúmero de cosas que están mal en la Unión Europea (UE), pero no si se compara con lo que la antecedió.
Comparemos la paz y la prosperidad de la segunda mitad del siglo XX con la barbarie de la primera. No fue casualidad que, una vez que el Muro de Berlín cayó, las antiguas naciones comunistas del este se aferraron fuertemente a las libertades disponibles en el oeste del continente.
Este orden, por supuesto, fue la creación del Occidente. La redistribución del poder dentro del sistema global siempre iba a imponer tensiones. Naciones como China se han contado entre las mayores beneficiarias del sistema de comercio abierto liderado por EU. Pero Beijing nunca iba a seguir los preceptos de una democracia liberal ni a cumplir eternamente con las reglas e instituciones de diseño exclusivamente occidental. El reto era si el sistema podía revisarse para acomodar las aspiraciones de los Estados en crecimiento y para contener los resentimientos de una Rusia en declive.
Lo que no se predijo fue que las democracias ricas se tornaran en contra de su propia creación, y que la pregunta más bien sería si podrían manejar las insurrecciones internas. Los libros de texto nos dicen que en momentos de transición global los poderes establecidos, como EU, defienden el "statu quo", mientras que los estados en ascenso, como China, tratan de derrocarlo.
La historia ha dado un vuelco total. Con Trump, EU se ha unido a las filas de las potencias revisionistas, amenazando con renunciar el liderazgo global estadounidense en nombre del nacionalismo económico. El Reino Unido ha hecho algo similar rechazando la UE. Alemania y Japón están casi solos en la búsqueda de mantener el viejo orden multilateral.
La lista de acusaciones contra las élites occidentales es ya bastante familiar. La globalización fue manipulada a favor del 1 por ciento. Los políticos, hipnotizados por los mercados, conspiraron en el robo. Los ingresos de la mayoría de las personas se estancaron aun cuando fueron ellas quienes soportaron la carga de la austeridad después de la crisis. Los banqueros que debieran estar en la cárcel todavía están embolsándose bonos. La migración descontrolada ha agregado dislocación cultural a las inseguridades económicas causadas por el cambio tecnológico.
Estos reclamos no pueden ignorarse. La xenofobia de Trump, la votación a favor del Brexit en el Reino Unido y el creciente populismo en toda Europa se han visto alimentados por la complacencia de una clase política dirigente esclavizada por un capitalismo sin restricciones. Recuperar la confianza del público requiere que los políticos de la corriente principal desplieguen las herramientas del gobierno — políticas fiscales, educativas y de beneficios sociales, y sí, redistribución — para equilibrar los excesos de la globalización.
Sin embargo, nadie debiera actuar como si los populistas tuvieran la respuesta. El proteccionismo empobrece a todos. Demonizar a los musulmanes no hará que nadie esté más seguro. Dejar fuera a los mexicanos o, si vamos al caso, a los plomeros polacos, no elevará el nivel de vida de los trabajadores en EU o en el Reino Unido. Las sociedades cerradas son más hostiles, más pobres y más represivas. El aumento del nacionalismo frecuentemente proporciona un telón de fondo a las guerras.
Los recuerdos son efímeros. En el Reino Unido, el voto del Brexit ha provocado una moda de ver las cosas a través de lentes color de rosa. La década de 1950 fue dura, según cuenta la historia, pero las comunidades se mantuvieron unidas. Había empleos y oportunidades para las clases blancas trabajadoras.
Lo que no se menciona son los salarios por debajo de la línea de pobreza y las míseras viviendas en los barrios pobres; las señales en los hoteles que declaraban "no se aceptan ni perros, ni negros ni irlandeses".
El peligro con la nostalgia es que puede cegarte al progreso.
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