Se cuenta que la madrugada del 16 de septiembre de 1810, mientras estaban bebiendo chocolate, los independentistas decidieron comenzar la revuelta que más tarde se conocería como Guerra de Independencia Mexicana.
Eran principios del siglo XIX, los platillos que hoy llamamos patrios tenían otros nombres y recetas, en las cocinas no había un metate, sino muchos, para cada ocasión: uno para guisos, chiles y otro para el chocolate, siempre por separado para evitar la mezcla de los sabores.
La sociedad estaba dividida en castas, lo cual no sólo determinaba su posición en la Nueva España, sino también lo que llevaban a su plato.
Según el artículo “La independencia y la comida”, de Edmundo Escamilla y Yuri de Gortari, las personas mestizas y de los diversos pueblos originarios acostumbraban una dieta con tortillas, basada en la milpa y en la base prehispánica de chile, maíz, frijol y calabaza.
Además, explican, una parte de la población ya acostumbraba levantarse desde muy temprano, a las cinco de la mañana, para tomar una taza de chocolate o atole; más tarde almorzaban algún guisado de carne con frijoles y la comida fuerte era a a las dos de la tarde: sopa aguada o caldo de gallina con limón, sopa seca, mole, estofado u otro guiso.
En la tarde, antes de rezar, bebían más chocolate y pan dulce como merienda; luego, a las 10 de la noche, cenaban otro plato fuerte acompañado con frijoles “que no podían faltar en ninguna mesa”.
Acostumbraban comer en sus casas, pues la idea de ir a un restaurante apenas comenzaba a popularizarse en Europa.
“Hacía muy pocos años que en la ciudad de México se habían establecido los primeros cafés, sin embargo resultaba impensable las mujeres asistieran… existían los mesones que servían comida a los hospedados y a los señores que asistían a jugar a las cartas o a los dados”, describen los especialistas.
“Chiles militares y pollos gachupines”
Existe el manuscrito de un recetario fechado en “La Nueva España de 1817” que nos permite imaginar cómo era la vida cotidiana en las cocinas antes de que todos los platillos fueran tricolores.
“Al tiempo de guisar no consienta platiconas, ni más gente que la precisa que le ayuda”, aconsejaba la persona anónima que lo escribió. También decía: “El buen sazón consiste en tener buen paladar, no en pegarse a las recetas de este libro, así en los ingredientes como en las cantidades” y “la que bata las carnes en la olla no lleve anillos de metal porque los pierde”.
El investigador José Luis Curiel Monteagudo explica que en ese documento es de una marcada influencia española y no se incluyen antojitos cotidianos, como enchiladas, sopes, tacos o tamales, porque eran de conocimiento popular.
Años después, ya podríamos encontrar nuestras queridas garnachas en libros como El cocinero mexicano, otro recetario anónimo que se publicó en la Ciudad de México en 1831.
Pero mientras tanto, en ese momento de la historia cuando aún se habitaba la Nueva España y no México, no se hablaba de chiles trigarantes o en nogada, sino de “chiles militares”, servidos con relleno de carne picada, acompañado de duraznos y peras como guarnición sobre el caldillo de jitomate.
Había otros platillos llamados “pollo gachupín”, “séquito real”, “longanizas reales”, “estofado de religión”, “migas espiscopales”, “mole de monjas”... Se comían albondigones, huevos, embutidos hechos a mano y chorizos que usualmente eran blancos, no rojos.
Entre las labores cotidianas, las cocineras cuajaban la “lechi” con cardo santo para hacer quesos, hacían conservas de jitomate y otras frutas, soletas, buñuelos, “atole de haba” para los enfermos, “ojalá los melancólicos desayunaran con él”, describía el recetario.
De acuerdo con José Luis Curiel Monteagudo, “hay que recordar que en la cocina de aquella época el médico, el boticario y el cocinero estaban hermanados y la mayoría de las medicinas se hacían en los fogones”.
Edmundo Escamilla y Yuri de Gortari detallan que las bodas se celebraban en desayunos con tamales y el menú de los grandes eventos estaba a cargo de las monjas; las fiestas públicas eran en las plazas o en los paseos.
En la ahora Ciudad de México ya existían paseos como Bucareli o la Alameda Central, la gente acudía a comer antojitos al canal de La Viga, recordemos que antes una parte importante de la Ciudad de México se recorría en trajineras.
“El movimiento armado inició, y como en toda guerra hubo dos necesidades principales; hacerse de alimentos para la tropa y de armamento”, escriben Escamilla y de Gortari, “Los campos comenzaron a ser abandonados... Durante los diez años de movimiento independentista, en las ciudades y pueblos sitiados hubo hambre y falta de alimentos, pero aún con todo y la guerra, esos mexicanos que buscaban su libertad continuaron haciendo su vida cotidiana”.