Jimmy Cherizier atraviesa la capital haitiana montado en la parte trasera de una motocicleta, flanqueado por jóvenes con máscaras negras con estampado de leopardo y armas automáticas. Mientras el pelotón de motos pasa junto a un grafiti en el que se lee “Jefe de la mafia” en criollo, los vendedores ambulantes de verduras, carne y ropa usada en la acera clavan la mirada al suelo o lo observan con curiosidad.
Cherizier, mejor conocido por su apodo de infancia Barbecue, se ha convertido en el nombre más reconocido en Haití. Y aquí en su territorio, caracterizado por casas con techos de hojalata y las bulliciosas calles del asentamiento informal La Saline, él es la ley.
A nivel internacional, es conocido como el líder pandillero más poderoso y temido de Haití, sancionado por las Naciones Unidas por cometer “abusos graves contra los derechos humanos”.
Fue el hombre que a fines del año pasado orquestó un bloqueo de combustible que puso de rodillas a la nación caribeña.
Pero si alguien le pregunta a él, un exoficial de policía con tatuajes de pistolas en el brazo, contestará que es un “revolucionario” que lucha contra un gobierno corrupto que ha dejado a una nación de 12 millones de personas entre el polvo.
“No soy un ladrón. No estoy implicado en secuestros. No soy un violador. Sólo estoy llevando a cabo una lucha social”, asegura Cherizier, líder de la pandilla “G9 et Famille” (“G9 y familia”). Habló con The Associated Press sentado en una silla en medio de una calle vacía, a la sombra de una casa con las ventanas destrozadas por las balas.
“Soy una amenaza para el sistema”, agrega. En momentos en que la democracia se marchita en Haití y la violencia de las pandillas se sale de control, son los hombres armados como Cherizier quienes llenan el vacío de poder dejado por un gobierno que se está desmoronando.
En diciembre, la ONU calculaba que las pandillas controlaban el 60% de la capital haitiana, pero hoy en día la mayoría de los habitantes de las calles de Puerto Príncipe afirman que esa cifra se acerca más al 100%.
En el gobierno de Haití, “democráticamente hablando, hay poca o ninguna legitimidad”, opina Jeremy McDermott, director de InSight Crime, un centro de investigación especializado en la delincuencia organizada. “Esto da a las pandillas una voz política más fuerte y más justificación para sus reclamos de ser los verdaderos representantes de las comunidades”. Es algo que las víctimas del conflicto, los políticos, los analistas, las organizaciones de ayuda, las fuerzas de seguridad y los observadores internacionales temen que empeore.
Los civiles —temen— enfrentarán la peor parte de las consecuencias. La historia de Haití ha sido trágica. Hogar del levantamiento de esclavos más grande de América, el país logró independizarse de Francia en 1804, por delante de otros países del continente.
Haití: entre agitación política y desastres naturales
Sin embargo, Haití desde hace mucho tiempo ha sido el país más pobre del hemisferio occidental y en el siglo XX soportó una dictadura sangrienta que duró hasta 1986, luego de provocar la ejecución masiva de decenas de miles de haitianos.
El país caribeño ha estado plagado desde entonces de agitación política. Para agravar las cosas, ha sufrido devastadores terremotos, huracanes y brotes de cólera.
La última crisis entró a toda velocidad tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021. En su ausencia, el actual primer ministro Ariel Henry emergió como líder del país tas una lucha por el poder. Las casi 200 pandillas de Haití se aprovechan del caos, luchando por el control.
Según cálculos de la ONU, cuatro personas son secuestradas cada día en Haití, en promedio. La ONU registró casi 2.200 asesinatos en 2022, el doble que el año anterior.
Las mujeres del país describen violaciones tumultuarias brutales en las zonas controladas por las pandillas. Ha ocurrido el caso de pacientes internados en unidades de traumatología que quedan atrapados en el fuego cruzado y que son alcanzados por los disparos de las pandillas o de la policía.