Przemysl, Polonia.- Este lunes se reunirán en Auschwitz medio centenar de mandatarios de todo el mundo para conmemorar los 80 años de liberación de ese campo de exterminio al que llegaban los trenes cargados de seres humanos que pasaban directo a la cámaras de gases.
Y hoy –domingo- veo filas con centenares de mujeres ucranianas que suben a un tren en esta estación de los bajos Cárpatos, sin la certeza de que llegarán a vivir o a morir.
“¿Miedo? ¿Por qué voy a tener miedo si es mi casa? Ucrania es mi país”.
Así contesta Oleva, de 18 años, altiva y serena, antes de subirse al tren que la llevará de regreso a Jarkov, zona de guerra, en un viaje de mil 134 kilómetros.
Inmensa es la fila de mujeres y niños que vuelven a su tierra, cerca de sus hijos o maridos, que combaten la invasión rusa.
Oleva me cuenta que vive en una ciudad a 102 kilómetros de Jarkov, donde su padre documenta de manera oficial los ataques rusos que “son por las noches, con drones”.
¿Paz a cambio de territorio?, pregunto.
“No, nada de esos acuerdos. Tampoco Crimea. Allí vive mi abuelo, es mi país. Dame una razón por la que debemos dejar nuestra tierra a los rusos”, dice y avanza en la fila para regresar con sus padres, sus amigos.
“También tengo un gato, y lo quiero ver”, me dice a manera de despedida, con una sonrisa en los labios.
Un hombre de edad avanzada, Vitalii, se acerca e interviene: “el único arreglo posible es que los rusos salgan de Ucrania. Hammas e Israel llegaron a un acuerdo. Ahora veremos si Putin será capaz de llegar a un acuerdo con nosotros”.
-¿Cuál sería el acuerdo?
-Que se retiren de Ucrania
Tatiana, profesora de 65 años, regresa a Jarkov acompañada de su prima Natalia, de 52 (aquí la gente representa mucho menos edad de la que tiene), con la misma convicción:
“El viaje de un día en tren no me importa, porque en la mente solo tengo volver a nuestra casa”, dice Tatiana.
-¿Por qué, si los están bombardeando?-, pregunto, y Natalia me ve con cara de compasión porque no concibe que no comprenda: “Porque es nuestra casa, ¿me entiende?”.
Irina dice que sí tiene miedo al viaje de regreso, “pero es mi elección. Amo a mi país, amo a mi casa, yo elijo volver”.
Katya no quiere fotos, pero sí decir algo: “no tengo miedo de los mil kilómetros en tren, sino de lo que voy a encontrar. Supe que bombardearon la casa de mi abuela y no hay noticias”.
“Yo no quiero volver, me quiero quedar aquí”, dice Igor, de nueve años, que regresa a una aldea rural cercana a Jarkov, acompañado de su madre, Ludmiwi (según le entendí).
Lo que el niño Igor quiere es que “mi papá venga a vivir con nosotros aquí”.
Su madre explica que sobre las casas del pueblo pasan drones rusos todas las noches, justo a las 12. “Los drones son como bombas que entran a hospitales o blancos de ataques y explotan”.
Dentro de la estación hay un punto de orientación para gente que llega en busca de refugio (las cifras van de un millón a tres millones de ucranianos en Polonia, según el mes), donde uno encuentra otros puntos de vista, el de lo que salen de su país y cargan con lo que se conoce como “fatiga de guerra”.
Sergei es uno de ellos: “Sí, parece inevitable sacrificar territorio para volver a la normalidad. Donbas y otros lugares que ya han sido rusificados es muy difícil que regresen a Ucrania”.
Otro, en plena fatiga: “Donesk, Crimea y Lugansk, parece inevitable que se pierdan”.
-Esos territorios son rusos, dice Putin-, le comento.
-Putin manipula la historia. Controla los medios de comunicación y los rusos le creen porque no oyen otra cosa”.
Se explica: “Con ese argumento también podrían venir a invadir los austriacos, los húngaros, los alemanes, los polacos, y desde luego los rusos. Todos han tenido la posesión de partes de Ucrania. Es como si ustedes dijeran vamos por Texas, es mexicano, y lo invadieran porque ahí hay muchos mexicanos y el territorio les
Hay opiniones para todo, aunque la realidad inobjetable la encontramos dos cuadras atrás de la estación de ferrocarriles en un albergue de la ONU –el único- para familias: 50 o 60 personas hay aquí por lo regular, mujeres con sus hijos que no saben adónde ir ni hablan polaco.
Es un lugar modesto, pero quienes lo atienden ponen el corazón y sus desvelos: observación de enfermedades, protegen los zapatos de los que llegan con bolsas de plástico unos días (“los rusos han echado material tóxico a la tierra”, me dicen), luego tratan de ubicar a las madres en algún trabajo en Polonia, Holanda, Alemania…
Vi los dibujos de los niños pegados en las paredes, y ahí conocí a Viktoria, de cinco o seis años, a la que le bastó una sonrisa para acurrucarse a mi lado. Su mamá nos tomó una fotografía.
Viene de la zona de guerra de Zaporihia, con su madre, y no saben dónde está su papá ni el resto de la familia ni quien vive ahora en sus casas.
Es la guerra, que tiene rostros humanos, dolientes. Y también soplos de esperanza que no consisten en perspectivas de triunfos diplomáticos o reconquistas militares, sino en los actos de solidaridad silenciosa que devuelven la fe en la especie humana.
Los polacos nos enseñan, de sacrificio en sacrificio, esa ventana luminosa.
Artistas de la Fundación Folkowisco llevan a Ucrania “ayuda humanitaria socialmente útil”, es decir, crean allá talleres de teatro para niños, de música, pintura, y traen a estudiantes adolescentes a campamentos de verano.
Polonia es un país nada caro porque los sueldos son bajos, sin embargo de sus impuestos se canalizan 300 euros al mes a cada refugiado mientras obtienen trabajo. Medicina gratis y educación gratis.
¿No les molesta?, le pregunto a Tomek (Tomás) en la cafetería frente a la estación.
“En lo general a algunos sí les cansa, pero en lo particular no conozco a nadie que se niegue a ayudar”.
-Ayudan a los descendientes de quienes cometieron genocidio contra sus abuelos, o bisabuelos-, digo en la mesa.
Magosha reitera: “también es defensa propia. Polonia ha desaparecido tres veces. Sabemos que el riesgo está nuevamente sobre nosotros y conocemos el dolor de los invadidos”.
El tren ya salió, se fueron las mujeres y niños en un viaje de mil 134 kilómetros hasta Jarkov.
Y los habitantes de Przesmisl pasan con sus mejores ropas –los hombres, corbata y sombrero,- a los ritos dominicales de este país católico, conservador de sus tradiciones, romántico, sufrido y solidario: a misa, y luego a la comida familiar