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‘Con la frente en alto’, testimonio de la impunidad

Lourdes Mendoza presentará próximamente su libro ‘Con la frente en alto’, donde escribe sobre Emilio Lozoya.

Lourdes Mendoza presentará su nuevo libro. (Cuartoscuro)

Primicia. El próximo martes 29 de noviembre, a las 20 horas, la periodista Lourdes Mendoza, columnista de esta casa editorial, presenta su libro Con la frente en alto, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, un desgarrador relato del cual presentamos el siguiente adelanto.

Cómo empezó todo

Cuando tomé esas fotos con mi celular en el Hunan de Reforma, no imaginé el impacto que tendrían. “Soy periodista, estoy haciendo mi trabajo”, me dije ese sábado 9 de octubre, y apreté el botón de captura cuatro veces seguidas con un ligero movimiento del teléfono que sostenía entre mis manos. Salí del restaurante con el registro de la impunidad más absoluta de los tiempos recientes del país. Habían pasado 14 meses desde aquella denuncia difamatoria de Emilio Lozoya Austin en mi contra, en la que me acusaba –y a 16 personas más– de haber recibido sobornos del gobierno de Peña Nieto, y con la que empezó esta pesadilla.

Los días previos a la famosa cena con el pato pekinés, cortesía de la FGR, que “terminó por meter a la cárcel al exdirector de Petróleos Mexicanos”, habían sido un verdadero infierno para mí. El jueves de esa misma semana, es decir, dos días antes, había acudido al citatorio para someterme a una prueba pericial psicológica de casi seis horas, solicitada por mis abogados. Y pareciera que en el tribunal nadie checa nada, ya que tuvieron el buen tino de agendarme al siguiente día una de las cuatro pruebas que me recetaron los abogados de mi agresor, pero para demostrar que yo mentía, que yo manipulaba y –¡ojo, eh!– que yo sobreponía el dinero a mis principios y valores. No cabe duda de que el león cree que todos son de su condición. Vale la pena destacar que la prueba solicitada por mis abogados era para identificar si el daño moral causado en mi contra había resultado en un daño emocional y psicológico, para así poderlo no sólo dimensionar, sino documentar.

Antes de esas pruebas periciales no había caído en cuenta de que, por fin, todo lo que había vivido durante los últimos meses lo verbalizaría. Que el terror era real. Que no había sido una pesadilla. Que mi vida y la de mi hija habían cambiado de un momento a otro por las mentiras de un criminal confeso, sin escrúpulos, al que no le importó arrastrarme en el lodo con tal de intentar salvar su pellejo. Desde la muerte de mi padre siempre he considerado que, mientras no cuentes las cosas, éstas no se hacen realidad, porque no reconoces lo que está pasando frente a tus ojos. Ahora debía ordenar con precisión –no sólo en la cabeza, sino también en mis emociones– lo que había significado para mí, para mi familia y para mi entorno, nuestro entorno, lo que había hecho Emilio Lozoya Austin.


Juanica, la perito solicitada por mi abogada, fue muy amable y profesional. Sin embargo, terminé agotada física, emocional y psicológicamente, vamos... devastada, no hay otra forma de decirlo. Pero también enojada y muy sorprendida de tener que pasar por este tipo de procesos siendo la víctima. Si a las víctimas se nos ocurre buscar justicia, a estas torturas nos someten; viene la revictimización. Al día siguiente, tuve que ir con las peritos elegidas por los defensores de mi agresor, y aunque debo reconocer que no fueron groseras, no cumplieron con lo que había instruido el juez. ¡Sí, como lo están leyendo! La prueba no me la hizo Michelle Carrete Zúñiga, la perito en psicología de parte de los abogados de Lozoya sino otra persona, y ese día no me atrevía decir nada, puesto que, de acuerdo con mis abogados, me podían acusar de desacato. Como si yo fuera la victimaria y no la víctima.

Después de esa segunda prueba, el viernes, regresé a mi casa hecha pedazos, en sentido literal y figurativo. Gracias a Dios mi hija no estaba (nuestra familia es monoparental, somos ella y yo). Me resulta complicado describir las sensaciones que en ese momento corrían por todo mi ser. Me senté, temblaba, y no tenía nada que ver con el clima. Sentía un frío que venía del alma y se expandía por todo el cuerpo. Si alguien hubiera estado lo suficientemente cerca para tocarme, quizá habría llamado a una ambulancia. Además del miedo y la angustia con la que sobrevivía, pues vivir con terror no es vivir, la tortura más dañina a la que me enfrentaba a diario era la de preguntarme cuándo, en qué nuevo momento de ser conveniente para el gobierno, volvería este circo a la conferencia mañanera sin miramiento alguno o, peor aún, cuándo judicializarían el caso con fines políticos. Lo de las dos pruebas psicológicas en días consecutivos fue demasiado. En estas situaciones, uno entiende muchas cosas. Por ejemplo, por qué en México existe una cultura de no denunciar y no acudir a tribunales, pero sobre todo lo que significa la revictimización.

Me recuerdo en mi cama a eso de las cuatro de la tarde, llorando y preguntándome una y mil veces por qué me estaba pasando esto a mí. La realidad es que no tenía la respuesta, e increíblemente hoy sigo sin tenerla. ¿Fueron sus motivos o los de otros los que determinaron que yo apareciera en la denuncia que se filtró el 19 de agosto del 2020? ¿Por qué o para qué querían dañar mi imagen, mi persona, mi vida? Quizá sólo era odio; tal vez necesitaban poner en esa lista a un periodista y a una mujer, y me saqué la rifa del tigre por hacer bien mi trabajo. El único que sabe las razones retorcidas es el delincuente confeso y mentiroso, Milo Lozoya, al igual que su papi, Lozoya Thalmann, pues ya había estado investigando. Al escuchar las grabaciones con el fiscal y el subprocurador, no hay duda alguna de que por eso aceptó regresar a México: no vino extraditado, sino para cooperar; sí, aceptaron participar, ambos, padre e hijo, en un juego enfermo para regalarle a México un linchamiento público sin importar el daño a personas inocentes.

¿Por qué me quisieron lastimar? ¿Por qué me querían ver en la cárcel? ¿Por qué quisieron sentarme en el banquillo de los acusados? ¿Por qué contra una mujer? ¿Por qué contra una periodista que no hizo más que publicar información documentada?


De esto han escrito y hablado infinidad de periodistas, investigadores, escritores, conductores, etcétera; en su mayoría condenando las corruptelas de este delincuente débil y confeso. El linchamiento mediático en mi contra no se hizo esperar, y cómo iba a ser diferente si, como bien lo dice Artículo19, una de las organizaciones de periodistas más importantes del mundo, en su informe más reciente tituladoNegación,enMéxicoelgobiernose ha convertido en el principal agresor contra periodistas. Se les –se nos– acusa sin pruebas, sin que se demuestre nuestra culpabilidad y sin asumir la responsabilidad cívica de darle a cualquier ser humano el derecho a su legítima defensa, y peor aún olvidándose de que en México existe –o al menos hasta antes de la 4T– la presunción de inocencia. De hecho, el presidente tres veces (dos en la mañanera y una más en su video de los sábados) se refirió a mí como la anécdota de la denuncia. Y no, no soy ninguna anécdota; soy una mujer, sostén de mi casa, madre de Dany y una periodista con 25 años de experiencia.

Sin poder meter ni las manos fue como el 19 de agosto de 2020 me convirtieron, por conducto de un delincuente confeso, Emilio Lozoya, en “Lady Chanel”; el 20de agosto el presidente, en la mañanera, mientras manoteaba sobre la denuncia, me denigró a ser la anécdota de ésta: “Ya ven, ahí está la periodista que pedía bolsas”; y el 9 de octubre de 2021, un año después, quisieron dejarme como una mentirosa. Para ellos era más importante decir que yo no había tomado la foto, y no aceptar que el mirrey, el ícono de la corrupción con EPN, se la estaba pasando bomba sin presentar una sola prueba de sus dichos, cenando en el Hunan, al lado de Doris Beckmann, para festejarle a Lorenz Guerra Autrey su cumpleaños.

El perfil del agresor

Milo–comoledicensusfamiliaresyamigos– debe, todos los días, mesarse los cabellos y gritarle al espejo: “¿En dónde me equivoqué? ¿Por qué estoy en esta situación? ¿Cómo pasé de joven promesa nacional e internacional a un número, un reo en una cárcel de México, sin amigos, con mamá acusada y arraigada, mi hermana huida, mi esposa también acusada, papá comprometido, mis excolaboradores dándome la espalda, escondiéndose y negando su amistad? ¡Qué horror! ¡Qué escenario! ¡No podría ser peor!”.

Lo más triste, lo más grave para él, es que si fuera sincero consigo mismo debería darse cuenta de que es el único culpable de su situación.

Pero esto seguro no le está pasando por su cerebro. Pues quienes han tenido el placer o el disgusto de tratar con Emilio Lozoya Austin, en su gran mayoría, lo describen como un hombre muy soberbio, inteligente, débil, frívolo, bueno, muy bueno, para catar los mejores vinos del mundo, altanero y extraordinariamente pagado de sí.

De hecho, Emilio Lozoya Austin se convirtió por sus acciones y actitudes en el ícono de la corrupción del gobierno de EPN... Extracto del libro

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