Es relativamente cierto lo que afirmó ayer el presidente Andrés Manuel López Obrador, cuando sostuvo que el Ejército hacía inteligencia, no espionaje, ante la documentación del Citizen Lab de la intervención de dos teléfonos celulares de periodistas, Ricardo Raphael, de Milenio, y alguien del equipo editorial de Animal Político. Lo mismo podría decirse de la Marina, la Fiscalía General y el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). No son lo mismo, pero sí lo son, y no es una contradicción. Ambos se nutren de los mismos insumos, y el espionaje es una derivación de la inteligencia. Sin embargo, hay un abismo entre los dos.
La inteligencia funciona con acotamientos –cuando se rebasan hay castigos, como el famoso caso en Estados Unidos de las joyas de la familia– para obtener información, analizarla y coadyuvar a la toma de decisiones, mientras que el espionaje opera en el campo de la ilegalidad, y sirve primordialmente como una extensión, a veces violenta, de la diplomacia. Es fácil distinguir en la práctica ambos. La inteligencia sirve como información para el Estado; el espionaje, para lastimar a los adversarios.
López Obrador dijo, para fortalecer su negación, algo que le hemos oído todos los días de su sexenio: como no son iguales a anteriores gobiernos, tampoco espían. También, como todos los días de su sexenio, mintió. Su gobierno realiza tareas de inteligencia y también de espionaje. Raphael afirmó –uno piensa que fue sobre la base del peritaje forense que hizo Citizen Lab, de la Universidad de Toronto, a sus dispositivos– que fue el Ejército el que lo hizo, porque en 2019 adquirió el spyware Pegasus, que entra en los dispositivos, crea un espejo y puede ver en tiempo real la actividad del móvil. El Ejército, ni fue el primer software que adquirió de la empresa israelí NSO Group, ni es el único que lo tiene en México. La primera dependencia que lo adquirió fue el CNI, cuando era Cisen, y la última, la Fiscalía General. Lo que ahora tiene Pegasus es una nueva versión.
Es correcto lo que dijo López Obrador. Su gobierno no es como aquéllos que lo precedieron; es peor. Hay casos notables de información de inteligencia que, en coyunturas específicas, dan seguimiento a periodistas. El gobierno de Ernesto Zedillo espió a ocho columnistas –de los cuales aún viven Joaquín López-Dóriga, Francisco Cárdenas Cruz y quien esto escribe–, interesado en conocer sus fuentes de información. Lo mismo hizo el gobierno de Enrique Peña Nieto con un número más amplio de periodistas, a través de Pegasus, y adicionalmente intervinieron los teléfonos celulares de dos, Carmen Aristegui y el autor de esta columna, para las mismas razones. En el gobierno de López Obrador, también he sido sujeto de una vigilancia especial de inteligencia, junto con Carlos Loret, Héctor de Mauleón y, de manera intermitente, Salvador García Soto, para conocer cuáles son las fuentes de información que tienen.
Durante los gobiernos de Zedillo o Peña Nieto –no son los únicos que elaboraron fichas sobre periodistas, que se han hecho, cuando menos, desde los 60–, la información que amasaron el viejo Cisen y la Sección II del Ejército, que es la de Inteligencia, se utilizó con fines internos. En el gobierno de López Obrador, si bien se mantiene esa práctica, también la han utilizado como se emplea el espionaje, para lastimar a quienes los critican. El caso más sobresaliente es el de Loret, donde el propio Presidente entra en una enorme contradicción, porque él mismo demostró públicamente en las mañaneras que hay un espionaje sistemático contra el periodista.
Quien se haya enterado de las propiedades de Loret y del valor estimado de sus inmuebles, así como de sus diferentes ingresos, habrá sido testigo de que información que sería materia de un servicio de inteligencia –o contrainteligencia, para el caso–, fue utilizada para lastimarlo. La información de inteligencia no tiene que ser exclusivamente confidencial, sino que hay mucha de ella que es del dominio público, aunque no popular. Lo que presentó el Presidente tenía una combinación de ambos, pero violando su derecho a la privacidad y colocándolo en un riesgo potencial como víctima, él y su familia, de un delito, como secuestro, al dar a conocer información financiera que pertenece al ámbito privado.
En el caso de Raphael, como lo denunció él mismo, se metieron con su familia. “El domingo 3 de julio mi hijo de 12 años recibió un mensaje de audio vía WhatsApp de parte de un desconocido en el cual se mencionaban, de manera amenazante, mi nombre y el de mi padre”, escribió en su columna el martes. Esta canallada, involucrar a un menor, sólo se había visto en el pasado una sola vez, durante el gobierno de Peña Nieto, cuando en un sobre amarillo le hicieron llegar a Aristegui fotografías de sus hijos cuando salían de la escuela. Aristegui no se amedrentó, como Raphael, al dar la cara junto con el editor de Animal Político, Daniel Moreno, tampoco lo está haciendo.
El Presidente se mantiene en la negación. Cuando este martes la reportera de Animal Político Nayeli Roldán le preguntó sobre el espionaje a periodistas, respondió que era falso y que presentaran las pruebas. La reportera le respondió que pruebas hay y las harían llegar a Palacio Nacional. Se trata del trabajo forense que realizó el Citizen Lab en los teléfonos móviles, que primero fueron revisados por R3D (Red en Defensa de los Derechos Digitales), Artículo 19 México y Centroamérica y SocialTIC, que encontraron que, en las fechas en las que fueron intervenidos, estaban publicando y trabajando sobre violaciones de derechos humanos del Ejército.
López Obrador dijo que el Ejército daría respuesta, pero, de darse, desmentiría todo. Ningún gobierno en el mundo reconoce que espía. Todos lo hacen contra sus ciudadanos –que es la contrainteligencia–, y cuando los pillan, en otros países, hay consecuencias. Aquí hay sorna. El Presidente no tiene ética política, pero es lo de menos porque su popularidad se mantiene y esto es lo importante para él.