Los jueces de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tienen sobre sus escritorios una oferta candente que equivale, en efecto, a esto: Renuncien en las próximas semanas y podrán conservar sus pensiones. O arriésguense a competir en una elección el próximo año en la que muy probablemente perderán estos beneficios.
Si esto suena a una extorsión no tan sutil, es porque lo es. Al mismo tiempo, es solo un detalle insignificante en la radical y controvertida reforma judicial que someterá al país al experimento de elegir a sus jueces —incluyendo a los del máximo tribunal— por voto popular.
El mundo del presidente Andrés Manuel López Obrador no tiene espacio para sutilezas, tecnicismos legales o búsqueda de consensos. En sus últimas cinco semanas en el poder está impulsando una drástica reforma de la Constitución mexicana para dejar una huella nacionalista indeleble en la política y la vida pública del país.
Envalentonados por el mayor triunfo electoral desde que México comenzó a tener elecciones competitivas, Morena y sus aliados avanzan hacia la aprobación de un conjunto de importantes reformas legales. El resultado será una menor supervisión gubernamental y transparencia pública; la pérdida de la autonomía de organismos reguladores, que volverán a estar bajo el paraguas de las autoridades políticas; mayores riesgos para la inversión; y un papel más intrusivo de los militares en la seguridad pública. Todo en nombre de la democracia, la defensa del pueblo y la lucha contra el neoliberalismo, ¡por supuesto!
Los inversionistas, los socios comerciales y los mexicanos de a pie tienen razón de estar preocupados, porque el resultado será una mayor arbitrariedad jurídica y política. No es que el Estado de Derecho existente en México fuera particularmente estelar, ni que esto transforme al país en una dictadura, como algunos argumentan. Pero los cambios propuestos van en la dirección opuesta a lo que la nación necesita y añaden volatilidad al inicio de la presidencia de Claudia Sheinbaum en octubre. La caída del peso de más de 16 por ciento frente al dólar desde las elecciones presidenciales del 2 de junio, el peor desempeño entre las principales divisas del mundo, es señal de fuertes tormentas en el horizonte.
Miremos la reforma del sistema judicial: Recorta los requisitos y la experiencia necesarios para ser elegido juez y pone límites a los salarios de los nuevos funcionarios, lo que desincentiva la profesionalidad. El establecimiento de plazos para que los jueces resuelvan los casos puede dar lugar a decisiones precipitadas para evitar reprimendas. No es descabellado imaginar a grupos de presión o incluso al crimen organizado influyendo en la elección de jueces para casos o jurisdicciones que puedan afectar a sus intereses. Los jueces pueden verse tentados a fallar según criterios electorales en lugar de tomar decisiones imparciales. Los casos en los que ya se han escuchado los alegatos orales tendrán que volver a juzgarse si los jueces son destituidos, lo que posiblemente perjudique a las víctimas, afirma Lisa Sánchez, directora general de México Unido Contra la Delincuencia, un grupo de expertos de Ciudad de México.
Además de todas estas deficiencias (y la lista es más larga), el proceso de selección de más de 850 nuevos jueces entre potencialmente más de 5 mil 200 candidaturas en junio (y otro lote en 2027) probablemente paralizará las operaciones cotidianas de los tribunales, afectando a las empresas y a los ciudadanos de a pie, además de añadir una carga extra al nuevo gobierno, que también deberá absorber funciones que ahora realizan órganos autónomos. La actual huelga indefinida de los empleados judiciales es solo un anticipo de lo que está por venir.
“Son muchas reformas que buscan cambiar la estructura institucional del país”, me dijo Sánchez. “Van a dejar una transición muy traumática”.
Hay argumentos válidos para impulsar una reforma: Los mexicanos no sienten que el sistema legal funcione a su favor, con casos que se alargan o quedan sin resolver. En su desprecio por las élites, López Obrador bien puede pensar que dejar que los votantes elijan a sus magistrados al menos reduce la influencia del establishment judicial; las encuestas muestran que a los mexicanos les gusta la idea, aunque este apoyo parece estar cayendo.
Pero no se confunda: La razón de fondo es que, en la visión reduccionista de López Obrador, no puede haber una burocracia rival que desafíe su sabiduría y su proyecto hegemónico. La Suprema Corte ha sido el contrapeso más efectivo a su poder en los últimos seis años al bloquear varias iniciativas presidenciales. Destituir a los 11 ministros de la Suprema Corte, incluso a los nombrados por él, es una revancha del egocéntrico presidente, quien probablemente aún no perdona que la presidenta de la corte, Norma Piña, no se levantara a saludarlo durante un acto público el año pasado. Como dijo el dirigente nacional de Morena, Mario Delgado, aprobar la reforma sería un “gran regalo” para el mandatario saliente. No hay más preguntas, su señoría.
Con el nuevo sistema, los altos magistrados lo pensarán dos veces antes de fallar en contra de los deseos del presidente, lo cual es una poderosa razón para que Sheinbaum respalde esta reforma. Algunos dicen que la presidenta electa podría estar criticando en privado los excesos de su mentor. Pero a pesar de los rumores de luchas internas, sigo tomándome a pecho cuando dice que cree que la reforma fortalecerá el sistema judicial, y no lo contrario.
Ahí es donde reside el primer gran reto presidencial de Sheinbaum: Este punto de vista choca con los intereses de las grandes empresas, Wall Street y los gobiernos de Estados Unidos y Canadá, aliados clave en el tratado comercial T-MEC. Al centrarse en los tribunales superiores, es más probable que la reforma afecte a los grandes casos, incluidas las disputas corporativas, lo que explica la inusual avalancha de críticas de las partes interesadas mexicanas e internacionales. El resultado es una mayor incertidumbre en torno a las concesiones, la competencia o asuntos tributarios, como destacaron los analistas de Morgan Stanley la semana pasada. Necesitarán buena suerte para encontrar los miles de millones de inversión que el país necesita desesperadamente para mejorar su infraestructura de energía, agua y transporte.
Como concluyó el embajador de EU en México, Ken Salazar, la reforma supone un “riesgo importante” para el funcionamiento de la democracia mexicana. López Obrador, nunca tímido a la hora de opinar sobre asuntos internos de EU, denunció rápidamente el comentario como intervencionismo. En su típico estilo grandilocuente, anunció una “pausa” en sus relaciones personales con Salazar, otro peso muerto más con el que Sheinbaum tendrá que cargar cuando esté en el poder.
En cierto modo, la nueva administración hereda una situación paradójica: uno de los mandatos políticos más sólidos del país se solapa con las perspectivas macroeconómicas más frágiles en años, a pesar del gran potencial a largo plazo de México. La actividad se ralentiza, la inflación se mantiene obstinadamente por encima de 5 por ciento, el déficit fiscal es el mayor desde la década de los ochenta, la economía de EU se está desacelerando y la inseguridad hace estragos. En mi opinión, no es el momento de despreciar las honestas preocupaciones que puedan tener sus socios y financistas.
Sin duda, el Gobierno mexicano es libre de elegir su propio destino, pero el país no puede ser a la vez parte integrante del bloque comercial de Norteamérica y una fortaleza nacionalista en la que el imperio de la ley dependa de su filiación política o de su pasaporte. Sheinbaum tendrá que considerar cuál es su mejor camino, sobre todo cuando el T-MEC está próximo a ser revisado en 2026. Pero al final, algo tiene que ceder.