Ella era recién nacida cuando él se la llevó por 2 días –sin decir nada– para “reprender” a su pareja, la madre. Ella era mi hermana, él mi padre. Así lo contaba la madre, mi madre, cuando contaba. Entonces no se llamaba violencia vicaria, pero ciertamente existía.
Desde 1999, la ONU estableció el 25 de noviembre como el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, en conmemoración del asesinato de las hermanas Mirabal, símbolo de la lucha por los derechos de las mujeres en todo el mundo.
En este contexto, hoy quiero alumbrar la violencia vicaria, un fenómeno que aún genera confusión. Y es que, aunque la violencia contra las mujeres y las niñas ha sido una constante de la historia y los esfuerzos para combatirla han ido avanzando, para erradicarla de verdad, primero debemos visibilizarla. Así, la vicaria recién empieza a ser reconocida como un tipo específico de violencia.
“La mesa es redonda, de caoba; cabe apenas un teléfono gris de disco. Miro hacia arriba, a esta edad todo se mira hacia arriba. Mi hermano y yo escuchamos angustiados las palabras que nuestro padre dice al auricular. Yo paseo la mirada de uno al otro sin entender muy bien lo que sucede. Acabo de cumplir 5 años… éste, es el último día de mi infancia”. En su libro Nadie nos vio partir, Tamara Trottner levanta un monumento de lo que es la violencia vicaria, aquella que se ejerce a través de las y los hijos con la finalidad de lastimar a la pareja.
Tamara no usa definiciones, ni siquiera menciona el término. Sin embargo, su autobiografía sobre el secuestro del que fue objeto por manos de su propio padre, durante años, provoca dar tragos amargos ante la amenaza: “jamás vas a volver a verlos”.
Nadie nos vio partir ilustra cómo esta forma de abuso es normalizada, ya sea a través de la indiferencia del dolor ajeno, los estigmas y estereotipos de género, o el favoritismo de quienes, por lo general, detentan el poder y el dinero. Esta injusticia se invisibiliza con ideas como: “ellos quisieron irse”, “no es secuestro, porque se los llevó su papá”, “la madre no era un buen ejemplo”.
A lo largo de su historia, la autora narra impecablemente el sufrimiento de su primera infancia a través de la frase que su padre repetía: “Tu mamá no quiere verlos”. De igual forma, sus palabras nos desgarran al contar la desesperación de la madre, quien pasó tanto tiempo lejos de sus hijos, sin siquiera recibir noticias de ellos.
En el marco del 25N, quiero destacar la historia de Trottner, quien, con un talento conmovedor, hace uso del lenguaje y de los sentidos para eliminar toda duda académica, legal o política sobre la existencia y lo pernicioso de esta forma de abuso. Su obra deja en claro que la violencia vicaria causa daños irreparables a las madres y, además, trastoca profundamente la salud emocional, mental y, en muchos casos física, de infancias y adolescencias, quienes quedan atrapados en el conflicto y se convierten en instrumentos de daño.
En México, este año se reformaron la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, el Código Penal Federal y el Código Civil Federal, con el fin de abordar la violencia vicaria. Asimismo, actualmente diez entidades federativas han incluido este tipo de violencia en sus normativas, estableciendo medidas para su reconocimiento y sanción. Recientemente, Sheinbaum promovió la reforma al artículo 4° constitucional que establece el derecho de toda persona a vivir una vida libre de violencia y reafirma los deberes reforzados del Estado para proteger a mujeres, adolescentes, niñas y niños.
Estos avances son importantes, pero si no atendemos las causas de raíz, esas leyes corren el riesgo de que la historia de Nadie nos vio partir siga repitiéndose. El punto de encuentro frente a la violencia vicaria sencillamente es reconocerla e impedir su tolerancia. Necesitamos legislación, instituciones, personas juzgadoras y abogadas, así como una sociedad civil comprometida con su erradicación.