Al empezar la inflación, son comunes los llamados a despreocuparse: ‘es muy poco’, ‘sólo son algunos productos’, ‘va a pasar rápido’. Cuando se ve que es un fenómeno generalizado y creciente, aparecen las recetas mágicas, que erradicarán fácil y rápidamente el problema. Fue lo que pasó en los años 60 y 70 del siglo pasado en Estados Unidos… y es lo que está sucediendo nuevamente.
El presidente Lyndon Johnson redujo los impuestos y al mismo tiempo incrementó irresponsablemente el gasto militar y social. La popularidad que eso le dio, le duró muy poco. El alza de precios enfureció a la gente y él ya no pudo presentarse a la reelección.
Richard Nixon, un conservador en temas fiscales de toda la vida, armó su campaña electoral alrededor de la promesa de reordenar el presupuesto para reducir el déficit. Sin embargo, la guerra en Vietnam absorbía cada día más recursos y él frenaba la elevación de las tasas de interés. Con la comida y la gasolina cada vez más caros, le fue muy mal a su partido en las elecciones intermedias de 1970. Las protestas de pacifistas e inconformes crecían.
En agosto de 1971 sorprendió a todos al tomar medidas extremas que él suponía eficaces. Suspendió la convertibilidad del dólar en oro, le puso una sobretasa de 10 por ciento a las tarifas de importación y decretó un congelamiento de 90 días en precios y salarios.
Políticamente, el llamado Nixon shock fue un éxito: la gente sentía que se estaba castigando tanto a los especuladores de la OPEP como a los que abusaban con los precios. Además, los que tenían hipotecas a tasa fija vieron desaparecer sus deudas y las leyes contra la usura hicieron que las tasas activas quedaran abajo del nivel inflacionario. Nixon logró reelegirse, pero el dólar se devaluó y la economía se debilitó aún más.
Su sucesor, Gerald Ford, también se oponía a la restricción monetaria, que indudablemente frenaría la economía y tendría efectos electorales. Lo único que se le ocurrió fue pedir a sus compatriotas que utilizaran menos combustible, dándole aventón a sus vecinos y bajándole al termostato del aire acondicionado. A los que seguían su recomendación les enviaba un botón con la palabra WIN (whip inflation now). Alan Greespan, en ese entonces su asesor, calificó esa campaña como “increíblemente estúpida”.
La gente tiene la culpa
Jimmy Carter, que le ganó la elección, continuó sermoneando a los ciudadanos. Para acabar con la inflación deberían ajustarse el cinturón y no querer vivir más allá de lo que sus medios les permitían. Los instaba a experimentar una frugalidad patriótica, a comprar únicamente lo esencial; a gastar selectivamente y a buscar afanosamente ofertas.
En las revistas femeninas abundaban las ‘recetas ahorradoras’; se sugería cocinar porciones más pequeñas y evitar el desperdicio; se destacaba el valor nutricional del pollo y del atún (más baratos que la carne de res); se aseguraba que la leche en polvo y la margarina eran buenos sustitutos de la leche fresca y la mantequilla.
Abundaban las recomendaciones prudentes: en vez de comprar muebles nuevos, reacomódalos de otra forma; las sábanas pueden servir de cortinas; es posible remendar la ropa sin que se note; si la tiñes, se verá cómo nueva.
En las revistas masculinas se enfatizaban las economías que podrían lograrse con los ‘hágalo usted mismo’, con los huertos caseros y con un buen mantenimiento preventivo de los automóviles.
Las escuelas se llenaron de carteles de niños extrañamente contentos de echarle pennies a su alcancía en lugar de comprar helados o juguetes. Un anuncio en la televisión mostraba a una señora en un supermercado: heroicamente evitaba que las manos hinchadas de la inflación, que le hacían señas siniestras desde cada pasillo, le vaciaran su monedero.
En esa época se popularizaron los cupones de descuento en los periódicos, los mercados campesinos (sin intermediarios) y los congeladores en cada hogar (para hacer compras adelantadas, cuando los alimentos subían de una semana a otra).
La gente trataba de evitar la pérdida de poder adquisitivo adquiriendo oro y piedras preciosas o coleccionando antigüedades, monedas, timbres postales o tarjetas de beisbolistas.
Finalmente, Carter se convenció de la necesidad de administrarle medicinas amargas al enfermo. Puso a Paul Volcker en la Reserva Federal, sabiendo que subiría las tasas de interés, se desaceleraría la economía, aumentaría el desempleo y él no podría reelegirse.