De acuerdo con una encuesta publicada el mes pasado por el Pew Research Center, 65% de los estadounidenses (independientemente de su sexo, edad, raza o simpatía por partidos políticos) está descontento con sus líderes políticos. Además, la confianza en el gobierno federal, en el Congreso y en la Suprema Corte es la más baja en 70 años.
En 13 meses irán a elecciones presidenciales y todo indica que tendrán que escoger entre los mismos que estaban en la boleta hace siete años. Son personajes populares dentro de su partido pero que claramente no resultan atractivos para los demás. Es increíble que entre 333 millones de habitantes, demócratas y republicanos no puedan encontrar dos candidatos mejores.
Joe Biden trató de cumplir con las facciones progresista y moderada de los demócratas y con ninguna quedó bien.
Los americanos lo culpan de la inflación y no creen que la bidenomics sea otra cosa que un conjunto de políticas para beneficiar a grupos de interés. Están contentos de que haya dinero circulante y empleos, pero saben que algo no está bien cuando el déficit y la deuda están en máximos históricos.
Cada día es más evidente el peso de su edad. Recuerda cosas que nunca sucedieron, confunde fechas y lugares, se desorienta al caminar y cuenta anécdotas que no vienen al caso.
No da conferencias de prensa porque sabe que le preguntarán por las andanzas de su hijo Hunter. Difícilmente tendría una explicación creíble de por qué encontraron una bolsa de cocaína en la Casa Blanca, o por qué no se enteró de los sobornos que obtenía de gobiernos y compañías extranjeras, mientras ambos recorrían el mundo en el Air Force 2.
A pesar de que su nivel de aprobación anda en 41% y de que 73% de sus conciudadanos cree que no debe intentar la reelección, él asegura que se siente capaz y vigoroso para enfrentar un año de campaña y cuatro más de gobierno.
Del otro lado está Donald Trump, que sobrevivió dos intentos de juicio político y enfrenta 91 cargos por delitos graves en cuatro diferentes jurisdicciones. Lo mismo se le acusa de acosar mujeres que de sobrevaluar activos y evadir impuestos; de incitar al fraude electoral y al golpe de Estado o de llevarse a su casa documentos secretos.
En su campaña electoral de 2015 declaró que era tan popular que podía dispararle a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York e irse sin que nadie lo detuviera. Y en efecto, violó a una mujer en un probador de la tienda Macy’s en la Quinta Avenida y resolvió el problema con unos cuantos millones de dólares.
A pesar de todo, 65% de los republicanos cree que le robaron la elección y con cada nueva demanda aumenta su popularidad. Le lleva 41 puntos a Ron DeSantis, su rival para la nominación.
Mientras tanto...
En el Capitolio la polarización hace imposible cualquier acuerdo bipartidista. Legislación urgente y necesaria, como la migratoria, permanece congelada.
Sufren también de una nociva gerontocracia. El senador Mitch McConnell (81 años) se ha quedado dos veces paralizado al hablar y a la senadora Dianne Feinstein (90 años) la llevaron moribunda a votar.
En lo que va del año, los republicanos pusieron al país a punto de impago de la deuda, casi lograron cerrar el gobierno y expulsaron feamente al líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy (al que apenas en enero habían elegido después de 15 rondas). Todo para mostrar que tienen fuerza. Una fuerza que sólo les alcanza para bloquear.
Los escándalos entre los congresistas alcanzaron un nuevo nivel con George Santos. El representante de 34 años está acusado de 13 cargos. Para ser electo inventó que era un exitoso inversionista, que sus abuelos sobrevivieron al Holocausto y que su madre murió en los ataques terroristas del 11 de septiembre.
Obtuvo miles de dólares para apoyar su candidatura y un imaginario asilo para animales. Todo lo utilizó para comprar ropa fina y financiar sus vicios. Para ocultarlo, lavó dinero y mintió en sus declaraciones patrimonial y de impuestos. Teniendo trabajo cobró el seguro de desempleo durante la pandemia. A pesar de todo, no lo han podido destituir y sigue legislando.
Lo mismo sucede con varios jueces de la Suprema Corte que han incurrido en abiertos conflictos de interés.
Los políticos perdieron el sentido común y por eso la gente los rechaza.