Repensar

Torcido

Al lado de los dos candidatos se mostraron abiertamente los magnates y los presidentes de las grandes corporaciones. Son ellos quienes determinan quién recibe el apoyo necesario para ganar.

En las elecciones de ayer en Estados Unidos volvimos a constatar que, por encima de los partidos, los candidatos y los electores, el protagonista decisivo fue el poder económico.

Al lado de los dos candidatos se mostraron abiertamente los magnates y los presidentes de las grandes corporaciones. Son ellos quienes finalmente determinan quién obtiene la candidatura y quién recibe los apoyos necesarios para ganar.

No es un problema nuevo. Desde los primeros comicios de la nueva nación, se vio que los que buscaban las candidaturas venían de familias patricias o acaudaladas. Eso se neutralizó, de cierto modo, porque las comunidades cooperaban para llevar a los puestos públicos también a personajes sin recursos, pero con liderazgo social.

Con la rápida industrialización y urbanización del país, los gobiernos locales y el nacional fueron incapaces de enfrentar nuevos problemas sociales y se desprestigiaron.

Al mismo tiempo, el financiamiento de las campañas se convirtió en una barrera de entrada para los candidatos. Cualquier aventura electoral requería, antes de emprenderla, contar con un fondo suficiente. Las carreras de muchos políticos decentes se truncaron al no estar dispuestos a dejarse comprar porque, desde luego, los aportantes de grandes cantidades de dinero, esperaban obtener algo a cambio: contratos, permisos, decisiones.

En las grandes ciudades surgieron maquinarias políticas dominadas por caciques (bosses) que, aliados con intereses económicos, controlaban las candidaturas. La corrupción se expandió y la gente veía a los políticos como enemigos.

Se produjo una gran reacción social en las tres primeras décadas del siglo pasado. En la llamada era progresista surgieron desde los estados muchos movimientos que promovieron reformas contra la corrupción política.

Lograron instaurar las elecciones primarias directas para que no fueran los caciques quienes decidieran las candidaturas. Establecieron el servicio civil para que los puestos públicos no fueran un botín. Regularon el cabildeo e instalaron la iniciativa popular y el referendo, para no depender de legisladores comprometidos con intereses antipopulares. Pusieron tope a las contribuciones de campaña. Eso mejoró mucho la vida política.

En los sesenta las cosas se complicaron con la aparición de la televisión. Ya no sólo había que cubrir el costo de los desplazamientos y de los eventos, sino también el de los anuncios, que parecían tener gran efectividad.

Los topes subieron y de todas maneras eran violados. Se permitió que Comités de acción política (PACs), que supuestamente apoyaban causas, financiaran actividades de campaña.

El acabose

En 2010, la Corte Suprema (Citizens united v. Federal Election Commission) determinó que el gobierno federal no puede limitar el monto de las aportaciones a corporaciones y sindicatos, ya que esos entes tienen el mismo derecho de expresión que los individuos.

Se crearon Super PACs, que, en teoría no pueden coordinarse con los partidos y candidatos, pero que en la práctica pagan sus gastos más onerosos. Se perdió además la posibilidad de saber cuánto y de quién es el dinero que entra a las campañas.

Muchos creyeron que la solución era el financiamiento público, generalmente bajo la fórmula de emparejar las pequeñas contribuciones que obtengan los candidatos. Sin embargo, al ser voluntario, los candidatos con financiamiento asegurado pueden renunciar a él.

En ambos partidos, los grandes contribuyentes tienen la suficiente influencia para frenar regulaciones, modelar políticas públicas o para colocar a incondicionales en el gabinete.

Bruce Ackerman y Ian Ayres, profesores de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale, escribieron el libro Voting with dollars, en el que, luego de analizar las tendencias plutocráticas de la política estadounidense, proponen una forma diferente de financiamiento público: los ‘dólares patrióticos’.

El gobierno daría a cada ciudadano una tarjeta de débito, a la cual se le depositarían, en cada elección presidencial, 50 dólares. Los votantes irían a un cajero automático y anónimamente harían un depósito en la cuenta de su partido o candidato preferido. Incluso podrían depositar más, pero igualmente, en forma anónima.

Al competir por los ‘dólares patrióticos’ y no saber quién se los dio, los candidatos serían más responsivos a las demandas de la gente y no dependerían tanto de los grandes donadores.

En el libro, sus autores argumentan que su propuesta es constitucional, anticipan los problemas que se pueden presentar para implantarla, diseñan salvaguardas y sugieren supervisores.

Urge una reforma política con esta o con otras fórmulas porque esta debe ser la última vez en la que los más ricos participaron directamente en la campaña presidencial. Lo que está en juego es la fe de los americanos en la democracia.

COLUMNAS ANTERIORES

Sin ganas
¿Por qué perdieron los demócratas?

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.