Más que los errores de Kamala Harris, los grandes culpables de la derrota de la semana pasada fueron su partido y el actual presidente.
Las divisiones en el Partido Demócrata no han dejado de ahondarse. Desde siempre ha habido una competencia entre las organizaciones regionales por controlar el partido. Sin embargo, después de que Ronald Reagan los barrió por segunda vez en 1984, ya no fueron capaces de tramar alianzas y mantener la unidad.
Cuando desplazaron a los republicanos en California, se crearon dos polos. En la costa atlántica y el medio oeste el partido siguió teniendo una base laboral, con poderosos sindicatos apoyándolos en cada elección. En cambio, en la costa del Pacífico, el partido penetró más en el sector de servicios y en la población hispana. Las demandas de los burócratas, los maestros y los profesionistas fueron muy heterogéneas y difíciles de compaginar.
Hollywood empezó a respaldar candidatos fuera del estado y entró en conflicto con los caciques partidistas del resto del país, que a su vez no pudieron meter su cuchara en California.
Por otro lado, el liderazgo demócrata se fue avejentando. Basta con ver la representación legislativa de California. Dianne Feinstein fue senadora desde 1992 hasta que se murió en 2023, a los 90 años. Bárbara Boxer estuvo en la Cámara alta desde 1993 hasta 2017, cuando se retiró, a los 77 años y fue sustituida por Kamala Harris. Nancy Pelosi es representante desde 1987 y, a los 84 años, se acaba de reelegir por un periodo más.
Además de haberle cerrado la puerta a una nueva generación de activistas, le han metido mucha fricción a la política del partido. Por ejemplo, como superdelegada, Barbara Boxer declaró en 2008 que apoyaría a quien ganara la elección primaria de California. Cuando triunfó Hillary Clinton, se declaró neutral y tampoco apoyó a Barack Obama hasta que éste ya tenía amarrada la nominación. Y luego se la hizo cardiaca para ratificar a los miembros de su gabinete.
Pelosi y Obama, cada uno por su lado, buscaron que Joe Biden renunciara a la reelección desde hace dos años. Pelosi incluso intentó proyectar al actor George Clooney. Obama preparó todo para que, a la renuncia de Biden, hubiera una convención abierta y consiguiera la candidatura el gobernador de Illinois. Pero Biden, resentido por el trato que Obama le dio como vicepresidente, se adelantó y armó el tinglado para darle la nominación a Kamala, a pesar de que él tampoco se entendía con su vicepresidenta.
Lo cierto es que aun si el partido hubiera estado unido, lleva años perdiendo base social. Como acaba de afirmar Bernie Sanders, hace mucho que abandonaron a la clase trabajadora y se volvieron un partido de las élites de ambas costas.
Han centrado su estrategia en cuestiones identitarias que ignoran las verdaderas preocupaciones de la gente. Propuestas tan absurdas como restarle presupuesto a la policía y a la Patrulla Fronteriza, cuando la delincuencia y la inmigración ilegal aumentan, los divorciaron de las mayorías.
Muy mal, Joe
Biden apenas logró superar a Trump en 2020 con una plataforma moderada, que recuperó algunos grupos que habían apoyado a Obama. Tenía que frenar las tendencias inflacionarias, desatadas por las ayudas que Trump dio a familias y empresas para soportar el frenón económico producido por la pandemia. Lo lógico hubiera sido que construyera sobre esa plataforma centrista, ampliara más sus alianzas y detuviera a tiempo el alza de los precios.
Hizo lo contrario. Continuó con las ayudas de la epidemia cuando ya no se necesitaban, elevó los apoyos sociales y adoptó un programa ambiental (Green New Deal) que busca resultados rápidos, pero requiere altísimos presupuestos. La inflación creció y la población le dio más valor a la pérdida de poder adquisitivo que a los exageradamente publicitados beneficios del Bidenomics.
Y como se ratificó en las encuestas recientes, los ecologistas, mayoritariamente jóvenes, no han mostrado ser una fuerza electoral: hacen mucho ruido, pero casi no votan.
Aunque logró que los precios ya no aumentaran aceleradamente, su popularidad cayó a niveles que no hacían aconsejable buscar la reelección. Porque, además, muchos de sus aliados moderados lo abandonaron cuando decidió jugar con los progresistas, fuertes dentro del partido, pero con poco reconocimiento del electorado general.
Y ni qué decir de su titubeante y cambiante política migratoria, que se convirtió en tema de campaña de su opositor.
Lo de sus problemas mentales fue sólo el pilón de una presidencia errática.