Siempre me han gustado mucho los mapas. Desde joven solía pasar tiempo mirando los atlas que tenían mis padres en su librero, o mapas desdoblables que venían en revistas como National Geographic. Mi hermano mayor, geólogo, traía a casa mapas aéreos que, con la ayuda de una lente especial, se veían en tercera dimensión, dejando ver las zonas montañosas que en los mapas planos no se aprecian.
En 30 años de vida profesional, y luego de asistir a múltiples congresos y conferencias en distintas ciudades y latitudes del mundo, guardé y acumulé una gran cantidad de mapas que, en su momento, me ayudaron y orientaron. Algunos eran muy precisos y detallados, con gran exactitud; otros muy generales pero de cualquier manera informativos, combinando sitios de interés con anuncios publicitarios de tiendas y restaurantes. La calidad y detalle de los mapas varía, pero siempre son útiles. Profesionalmente, recuerdo el uso intenso de la Guía Roji o de mapas socioeconómicos para complementar el muestreo de encuestas, antes de que el INE, antes IFE, pusiera a disposición pública la cartografía de las secciones electorales.
Desde la antigüedad, los mapas han evolucionado de una manera formidable y, como sugiere Simon Garfield en ese exquisito libro, On the Map (2013), nuestra manera de ver y entender el mundo ha evolucionado en paralelo. Los mapas nos ayudan a imaginar, visualizar y a describir el mundo en el que vivimos, así como a caminarlo, recorrerlo, navegarlo. Pero, aunque suene redundante, también a mapearlo. Un mapa puede llevarnos hasta los linderos de una tierra incógnita, afirma Dava Sobel en su prólogo, y ese espacio sin conocer invita a mapearlo.
Hace años asistí a una conferencia académica en Berlín. Salí del hotel con algo de tiempo antes del evento y me fui caminando para conocer un poco la zona. Recorrí por más de 30 minutos una avenida seguro de ir en la dirección correcta, pero lo dudé cuando el Centro de Ciencias Sociales, WZB, simplemente no aparecía. Saqué mi mapa y me di cuenta que había caminado en sentido contrario. Suelo tener un buen sentido de orientación, el cual he puesto a prueba en varias ciudades, pero ese día me falló y fue gracias al mapa de papel –que no vi desde un principio pero que traía en la bolsa– que pude corregir y llegar a tiempo a la conferencia, un poco más agitado de lo que debiera, pero puntual.
No sé la razón por la que guardé montones de mapas de papel o acrílico a lo largo de los años, quizá por su belleza, por lo que significaron en su momento o, acaso, por el anhelo de volver a usarlos en el mismo sitio. Pero en esta era de internet y mapas digitales, Waze, Google Maps, etcétera, ya no hacen falta. Basta activar el móvil para mirar cualquier rincón del mundo con un alto nivel de exactitud, y con una todavía mayor fascinación. Es difícil imaginarse cargando una Guía Roji en estos días, con todo y lo detallado y hermosas que son. Hoy podemos ir mirando la ubicación de alguien y cómo va recorriendo la ciudad o incluso del mundo, o podemos dejar registro –con sus respectivas estadísticas– de la distancia y dirección que recorremos en una caminata o un paseo en bicicleta. Los mapas hoy nos mapean a nosotros.
En esta semana comenté en un programa de radio que las encuestas son como mapas. Nos ayudan a visualizar y describir algo, desde la conducta colectiva, política o económica, de votantes y consumidores, hasta las opiniones, creencias y actitudes sociales que, sin ayuda de las encuestas, no mapearíamos con detalle y precisión. Literalmente, las opiniones las podemos mapear. De la Encuesta Mundial de Valores, por ejemplo, se ha desarrollado el famoso mapa cultural del mundo del profesor Inglehart, donde los países se ubican en una cartografía valorativa dependiendo de las respuestas que dan sus sociedades.
Los mapas de hoy tienen la ventaja tecnológica de GPS. Las encuestas van evolucionando con rezago. Algunas emplean todavía el papel y la interacción social, mientras que otras se han adaptado más al mundo digital y a la inteligencia artificial. Cualquiera que sea su etapa de desarrollo, las encuestas nos han ayudado a mapearnos como sociedades, a describirnos y a orientarnos de muy diversos modos. Reflejan los estados de ánimo de los mercados y de los electorados, y con ello asisten la navegación y las decisiones económicas y políticas. A las encuestas se les suele comparar con una fotografía del momento; yo las veo como mapas en movimiento. Son la cartografía social de algo que está en continuo cambio: nosotros.