El artículo 4º constitucional comienza estableciendo que, “la mujer y el hombre son iguales ante la ley. Ésta protegerá la organización y el desarrollo de la familia.” De un modo muy claro, la Constitución hace una distinción binaria sobre el sexo de las personas, y se finca en esa división la consolidación de la base para el reconocimiento de la familia misma, como cimiento de nuestra sociedad.
Entendemos, lógicamente, que el concepto de familia ha evolucionado, y que el impulso simultáneo de derechos fundamentales al libre desarrollo de la personalidad, y a la no discriminación, han dado lugar al desarrollo de una nueva composición social, apoyada en un nuevo tipo de familia.
¿Qué tanto nuestra sociedad ha querido realmente abandonar los “valores” tradicionales en la identificación de este nuevo destino, o qué tanto el diseño de esta nueva organización social ha sido políticamente impuesta? Las modificaciones a la ley y la discusión constitucional en torno de la validez del matrimonio de personas del mismo sexo, o la adopción homoparental, realmente no han pasado a través del tamiz de la deliberación ciudadana. ¿Podemos hablar entonces de una democracia participativa auténtica?
Las preguntas que nos formulamos vienen a colación por una noticia que circuló la semana pasada en diarios de la Comunidad Helvética, en los que se dio cuenta de la decisión adoptada por el Tribunal Constitucional, en el sentido de no reconocer la validez del reclamo planteado por un ciudadano para que su pasaporte incorporara una clasificación no binaria, y se le permitiera ostentar un sexo distinto a los dos expresamente reconocidos.
En Suiza se ha establecido con total claridad y con la intervención de la ciudadanía, mediante procesos de consulta constitucionalmente previstos y perfectamente organizados, que oficialmente, los únicos dos sexos que se reconocen son los de hombre y mujer –como aquí lo contempla el artículo 4º constitucional mencionado al inicio.
La noticia fue contrastante con esta otra que se dio a conocer en México a mediados del mes de mayo, cuando se dio a conocer el hecho de que la Secretaría de Relaciones Exteriores había ya expedido el primer pasaporte no binario. Eso quiere decir que, en nuestro país, con una letra “x” se puede conceder al ciudadano el privilegio de ostentarse como una persona con un sexo distinto a los dos tradicionalmente concebidos.
Desde luego que cualquier persona que entienda el alcance gramatical del primer párrafo del artículo 4º constitucional aquí citado, se hará la más lógica y sana pregunta: ¿acaso la Secretaría de Relaciones Exteriores no ha violado la Constitución al expedir un pasaporte a favor de un ciudadano, al que le reconoce un sexo que la misma Carta Magna no contempla?
Partiendo de la base de que las autoridades pueden llevar a cabo exclusivamente aquellos actos para los que expresamente la ley los faculta, considero que la respuesta a la anterior interrogante sería contundente: ese pasaporte a favor del ciudadano(a) “x”, evidentemente contraviene el texto constitucional.
Es grave, en primer lugar, porque no ha habido una consulta abierta y franca a la sociedad, a través de la cual haya un posicionamiento claro en torno del rumbo hacia el cual deseamos que se conduzca la organización y protección de la familia. De algún modo, se ha impuesto una agenda, embaucada en un modelo de “orgullo antisistémico”, que ha venido a comprometer el ánimo y las convicciones personales y más íntimas de la inmensa mayoría de los mexicanos.
Pero es más grave aún, porque el impulso –activo o pasivo– de políticas a favor de este nuevo modelo de familia, termina con otro que notablemente había dado resultados muy positivos en la conformación de un tejido social con altos valores morales, alrededor del cual se desarrolló un México muy vigoroso en el que, entre otras cosas, nunca se registró el nivel de violencia que se atraviesa en esta época.
El presidente habló desde sus numerosos años en campaña, de la necesidad de atajar a la violencia mediante la atención de sus causas. Hoy, a un año y medio de terminar su mandato, ha superado ya el número de muertos de todos sus antecesores. Podríamos distinguir de su política, entre otros hechos, que ha sido en este sexenio que se ha reconocido oficialmente la deconstrucción del modelo tradicional de familia. ¿No era esa, la familia, una de las causas originales que debían haberse atendido para evitar la violencia que nos oprime?
Son épocas electorales y la suma de votos interesa a todos los partidos. Hay candidatos deseosos de alcanzar el premio mayor y poder ocupar el asiento de Palacio Nacional –o el de Los Pinos, si algún día regresa la cordura–; posicionarse en contra de la comunidad no binaria, o de los colectivos que persiguen sensacionalismo a través de una retórica excéntrica, podría no ser seguramente la decisión más oportuna y acertada.
Como en el caso de muchos otros problemas atendidos recientemente, esperemos la frialdad y la objetividad de los once ministros que conforman el pleno de la Suprema Corte de Justicia, para descubrir si, como en las democracias más avanzadas del centro de Europa, es posible que en México pueda llegar a reinar la serenidad, y la comprensión más racional sobre cómo es que la familia, base de nuestra sociedad, ha de ser protegida y entendida.