Nadie puede cuestionar una realidad que se le impone, incluso, hasta al más nacionalista de nuestros flamantes dirigentes: el crecimiento del país era uno antes del GATT, del TLCAN, del T-MEC y de varias decenas de acuerdos internacionales de análoga naturaleza, y otro muy distinto, el de la época de la sustitución de importaciones. El desarrollo del país y, por consiguiente, el empleo de la gente y su bienestar, está indisolublemente ligado a la integración que nuestro país ha logrado con el resto de la economía mundial.
Es en esa tesitura que los eventos ocurridos el martes de la semana pasada vienen a ocasionar señales de pánico: ¿qué va a suceder si los anuncios propalados por el candidato Trump se convierten en realidad tan pronto como tome posesión del cargo de presidente de EU? ¿Soportará México el nocivo efecto de los aranceles al comercio que le imponga su principal socio comercial?
No deja de resultar sumamente curiosa la posición que muchos han adoptado después del apabullante triunfo del republicano: es la justa y necesaria medida de contención para un gobierno socialista empeñado en destruir las instituciones que salvaguardan a la propiedad privada, al capital y a la inversión productiva –el nuestro–.
Sin lugar a dudas, puede ser muy importante evaluar el efecto potencial de las variaciones políticas internacionales para el desenvolvimiento de México. Qué tan negativo será el impacto del cambio climático; el surgimiento de nuevos escenarios de guerra; la aparición de nuevas pandemias; o, como en el supuesto concreto que se plantea, el nombramiento de un presidente hostil contra nuestra frontera.
Sin embargo, más beneficiosa debería de ser la labor de comprensión sobre qué, dentro de las actividades sociales, políticas o de gobierno, se está haciendo mal en casa, con tal contundencia, que provoca una reacción negativa y adversa desde el exterior hacia nuestros intereses inminentes.
¿Acaso no de eso trata la consabida ‘ley de la tracción'?
La pregunta no debe apoyarse en las consecuencias que habrá de tener la política que emprenda la administración Trump contra México y el tratado comercial que nos vincula con EU y Canadá, o sea, ¿qué nos va a suceder?; sino más bien, ¿qué es lo que México ha hecho mal, que provoca esa retórica furiosa que nos puede colocar frente a las cuerdas?
En condiciones normales, un país como el nuestro, con la cantidad de cadenas productivas integradas a las de la mayor economía del mundo, debería de contemplar con buenos ojos el advenimiento de un gobierno que se jacta de privilegiar acciones encaminadas a mejorar su productividad. La decisión anunciada de cerrar las fronteras no nos debe parecer extraña, ni grosera, cuando hemos sido nosotros mismos los responsables de exportar problemas.
Es en esa coyuntura que la cuarta transformación debe de aprovechar los vientos para redefinir el rumbo de sus ideales. En el gasto desenfrenado y el aterrizaje de sus iniciativas de reformas a la Constitución, Morena ha minado el terreno del que depende la seguridad financiera y jurídica que exigen los generadores de empleo y bienestar. ¿Cómo moldear a estas alturas su plataforma ideológica para capitalizar las oportunidades de crecimiento, sin abandonar en modo alguno el ofrecimiento político de justicia social que los consolidó como la primera fuerza política nacional en junio pasado?
Las democracias más avanzadas del planeta han perseguido siempre –infructuosamente hasta la fecha– el justo medio de la política, entre la libertad y la igualdad. Japón, Suiza o Canadá son potencias bien desarrolladas en las que los ‘bandazos’ electorales no tienen cabida. El centro de su desarrollo se ha encontrado en la consolidación del Estado de derecho, la democracia y la educación. Si existen ejemplos tan claros de lo que se debe llevar a cabo para alcanzar el éxito, deviene ingenuo querer inventar nuevas fórmulas, y obcecado intentar imponer las que han fracasado.
Un país plagado de injusticias como el nuestro no podría encontrar un mejor principio de transformación que aquel cifrado en la educación de su gente; en la construcción de un Poder Judicial auténticamente independiente y en la consolidación de los organismos electorales que den confianza y seguridad a la voluntad del pueblo. Cualquiera de los tres se puede abordar, dado el estado inaugural en el que se encuentra la XLVI Legislatura federal.
Las señales que hasta ahora se han lanzado en torno del combate contra la inseguridad y la erradicación de la violencia, tras la política de los balazos o la tan criticada reforma judicial, son sumamente negativas. No resulta ilógico recoger, en el exterior, tan malos pronósticos para México. El hecho de que nuestro país ocupe el lugar 118 de 142 en la tabla de evaluación que determina el índice de legalidad 2024, organizado por el World Justice Project, no es una coincidencia, es una posición vergonzosa en la que nos coloca un cúmulo de malas decisiones.
Es el ambiente y las inquietudes que afloraron la semana pasada lo que debe enviar una señal muy clara al gobierno entrante de que, lo hecho hasta ahora por la cuarta transformación, se debe de… adaptar –para evitar recomendaciones que parezcan groseras contra una administración entrante que se mantiene a prueba–.