El éxito electoral alcanzado por Morena en junio pasado, ‘haiga sido como haiga sido’, tiene mucho que ver con la capacidad de su fundador de identificar en sus votantes un sentimiento muy arraigado de inconformidad, de añeja pesadumbre y descontento, que encuentra su raíz en los graves problemas de desigualdad y maltrato que agravian a muchos mexicanos. También, desde luego, en su capacidad para hacerles pensar en aparentes métodos para erradicar ese mismo problema de inequidad que sufre la nación.
Sobre el tema de las desigualdades, debe reconocerse que una economía pujante encuentra un gran apoyo en políticas liberales, que permiten el dejar hacer y el dejar pasar en el ámbito de la producción y distribución de bienes y servicios; sin embargo, un estado de desarrollo sostenible sólo podría alcanzarse si los beneficios de tal práctica llegan y alcanzan para todos. El criticado defecto del sistema neoliberal que nuestro país ha venido implementando desde hace tres décadas, lo identifican sus detractores en graves disparidades y carencias provocadas para beneficio de unos y perjuicio de otros; todos participantes del sistema.
Es en el entendimiento de las dos premisas en que se fundamentan las afirmaciones anteriores que debe apoyarse una sana política de progreso para el país: una protección inquebrantable de la economía de mercado, con una simultánea intervención estatal, deseable y necesaria, encaminada a corregir las asimetrías sociales que su libre desenvolvimiento va dejando en el camino.
En un Estado regido por un sistema de legalidad como el nuestro, el impulso de políticas públicas y acciones encaminadas a corregir tales asimetrías no es entendible sin la existencia de leyes que les den origen y fundamento. El impulso de programas y presupuestos destinados a proteger a los más desfavorecidos encuentra siempre sustento en lo que establecen las normas jurídicas.
A lo largo del tiempo, el fenómeno de la discapacidad de las personas ha acarreado una problemática jurídica, económica y social terriblemente trascendente. Nacer con, o padecer en la vida, algún accidente que mengüe la capacidad motriz o intelectual de las personas produce secuelas estigmatizantes que son lastimosas para quien las sufre, como también para quien las rodea. Siempre es penoso ver el desafío que, para conducir su vida, enfrentan personas sordas o invidentes, o lo sufren personas postradas en una silla de ruedas. A pesar de ser admirables, nuestra sociedad no premia con suficiencia el esfuerzo que realizan familiares, enfermeras, terapeutas o asistentes que, entregando su vida, brindan apoyo a quienes dependen de la capacidad de otro para tener una existencia amable y llevadera; lamentablemente, muchas veces, difícilmente feliz.
Tratándose del entendimiento del marco jurídico por el que se rige el reconocimiento de la capacidad de las personas, nuestro sistema normativo ha evolucionado en sintonía con lo que acontece a nivel internacional. De haber contado con normas jurídicas que inhabilitaban el ejercicio de los derechos de personas con discapacidad, nuestro sistema reconoce ahora la flexibilidad con la que el concepto ‘incapaz’ debe de ser entendido. Se trata de la dignificación de toda persona, sin importar su habilidad para expresarse o moverse libremente.
La jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia también ha evolucionado en ese mismo sentido. Los últimos criterios sustentados por las salas de nuestro más alto tribunal reconocen la modulación con la que la capacidad debe dar lugar a la intervención de tutores y curadores, como coadyuvantes de quien necesita del apoyo físico o intelectual para ejercer sus derechos con plenitud.
El problema de la incapacidad tiene que ver con que ésta no es blanca o negra, sino que admite una amplia gama de tonalidades en el medio, que justifican una intervención equitativa del Estado, para privilegiar el ejercicio libre de los derechos de las personas con alguna discapacidad física.
El pasado 29 de noviembre se publicó en la Gaceta Oficial de la Ciudad de México un decreto, a través del cual el Congreso de la capital ha reformado su Código Civil, con la finalidad de homologarlo y habilitar la entrada en vigor del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares; en este caso, incorporando todo el régimen jurídico necesario para que las personas con discapacidad puedan acceder a medios o medidas de apoyo, según el impedimento que los afecte: comunicación oral, comprensión intelectual, movilidad o cualquiera otro en general.
Destaca del decreto una figura jurídica adicional: las personas mayores de 18 años, plenamente capaces, pueden designar anticipadamente ante notario cualquier medida futura que puedan llegar a necesitar con el mismo propósito, como también a las personas elegidas para cumplir las obligaciones y ejercer las responsabilidades inherentes a dicha designación.
Se trata, más que de un conjunto de nuevas disposiciones jurídicas —pues ya las contempla el mencionado Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares—, de la habilitación y vigencia de dicho régimen jurídico para la capital, desde el 1º de diciembre.
Más que nada, desde luego, se trata de una actuación sensible del Congreso de la CDMX, capital del país, la zona urbana más densamente poblada de México, a través de la cual se toman cartas en un asunto que es delicado y que significa, cuando menos, un paso más en el sentido de erradicar esas graves asimetrías que provocan desencuentro entre los mexicanos; un viejo y arraigado problema que impide la construcción del país de progreso al que todos aspiramos. ¡Bravo!