Desde el 30 de noviembre de 2012, en que se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto de reforma correspondiente, el artículo 40 constitucional incorpora la laicidad de la República como una cualidad esencial de la forma de nuestro gobierno. No es una característica que venga de la nada, se trata de un resultado íntimamente ligado a la historia de México, un pensamiento que hoy revive como nunca, de la mano de la izquierda dominante que dirige al país.
La verdad de las cosas es que la disociación que debe existir entre el gobierno y la fe no es descabellada ni irresponsable, sino todo lo contrario –en el nombre de Dios se han llegado a cometer las peores atrocidades en el mundo–. A todos nos conviene que las cosas de Dios las dirija la Iglesia, y las del César queden en manos de los hombres que elija la ciudadanía. Los valores religiosos nutren la vida familiar y nuestra vida en sociedad, pero los valores patrios y civiles son los que nos permiten convivir en paz. Una muestra de la importancia de tal laicidad la hallamos en estas fechas en Medio Oriente, siempre envuelto en ese perenne estado de guerra santa.
Es en función de dicho carácter laico del gobierno que la educación pública encuentra en otros valores patrios su principal cimiento, alejada de los fanatismos y apegada a la democracia y a la soberanía nacional. Los centros de enseñanza y formación de los niños y jóvenes del país, encuentran en las escuelas e instituciones, los textos informativos que les proporcionan las herramientas para convertirlos en grandes trabajadores de la patria, individuos ágiles y avispados en el conocimiento de la historia, de la lengua, de las matemáticas y de la naturaleza. Podríamos casi afirmar que, en la teoría, el modelo es casi infalible.
El problema es que, no obstante esa contundente y bien fundada determinación adoptada por el revisor de nuestro texto constitucional en 2012, nuestra sociedad adolece, hoy, de grandes dolencias ligadas a una profunda carencia de valores.
Dos aberraciones criminales corroen nuestro tejido social como jamás antes: la trata de personas, visible todos los días en innumerables avisos de las redes sociales, desplegados por desesperados padres, incansables buscadores de hijas e hijos plagiados con objetivos que no se esclarecen y que con gran temor y solidario dolor alcanzamos a imaginar; y, la lucha por la conquista de plazas para la venta de narcóticos, también dolorosamente costosa en términos del número de vidas coartadas: jóvenes abandonados por la realidad, a los que con el anzuelo de una efímera felicidad, ligada a un modelo de vida suntuoso propalado por el comercio, los medios y las redes sociales, se les arrebata la vida al obligarlos a debatirse con otros igualmente débiles, igualmente ignorados, todos carentes de una mínima oportunidad.
El gobierno hace poco o, en algunas épocas o en algunos lugares, no hace nada. Nuestro régimen democrático y laico es indolente. Las cosas de Dios, según lo dispone el artículo 40 constitucional, no le corresponden a la administración. En la liturgia del dejar hacer y dejar pasar, los abrazos y no balazos se acomodaron perfectamente al mandamiento del artículo de la Carta Magna que conmina a la República a abstenerse de juzgar la moralidad de los actos ciudadanos.
Es precisamente alrededor de este punto que, en estas fechas, deviene absolutamente obligatorio cuestionarnos en qué medida, la obligatoria laicidad gubernamental debe perdurar a través de un autoinfligido ateísmo social. ¿Debe la sociedad mexicana, justa y acertadamente gobernada por una República laica, convertirse en una sociedad antirreligiosa? Incluso, el derecho, conformado por normas que rigen el quehacer público, debe estar revestido de un componente moral. No existen las leyes que vayan o puedan ir en contra de la moral. ¿Quién impone lo moral?
En el estudio y recuento de nuestra historia reciente, podemos perfectamente aludir a los valores imperantes a lo largo de la primera mitad del siglo pasado, o a aquellos inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial. Se trata de una alusión que nos viene fácil, por mera tradición oral. El respeto que entonces existía hacia la familia, hacia los padres, así como aquél enseñado a los menores con relación a la sociedad a la que pertenecían, imprimía un orden que fortalecía el tejido social, el amor por México, y el amor por el prójimo a través de principios tan elementales como el de la solidaridad. México, socialmente hablando, era mucho mejor ¿Cómo recuperar esa realidad?
Hemos dado pasos muy impensados y muy acelerados hacia la antirreligiosidad, dejando a un lado el contenido profundamente moral de las tradiciones sociales. No me refiero de manera exclusiva o individual a ninguna comunidad eclesiástica, pero sí a los valores que cada una de ellas pregona entre sus feligreses. Todas las comunidades religiosas giran alrededor de valores que nutren la vida humana en sociedad. Las costumbres y las leyes que las reflejan, se alejan del necesario contenido moral de todas las relaciones humanas.
Un par de anuncios no vienen mal en estas fechas. Nos llevan a pensar y reconocer que, en el camino emprendido, existen puntos de retorno: la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Beatriz vs. El Salvador, a pesar de sí haber reconocido los derechos humanos a la vida, a la integridad personal, a las garantías judiciales, a la vida privada, a la igualdad ante la ley, a la protección judicial y a la salud, no accedió a las pretensiones de organizaciones abortistas, en el sentido de declarar al aborto como un derecho humano, per se. Otro, una vez más, como desde hace doce años, la Conferencia del Episcopado Mexicano confirmó la participación de la Iglesia católica en la campaña de desarme voluntario, un programa que ha logrado la recolección de casi mil 700 armas.
Se trata, en ambos casos, de una muestra de esa confluencia de intereses públicos y privados, en la recolección de costumbres y principios que deben ser útiles para la conformación de un mejor sistema de derecho y de vida para todos los mexicanos –de manera directa o por apropiación internacional.
No se busca persuadir a ninguna agencia del gobierno, para que implemente políticas y acciones con un contenido o ideología religiosa. El objetivo último es comprender el gran papel que las escuelas, la Iglesia y el sector privado juegan, en la construcción de tradiciones de carácter moral, que sirven como directriz de aquellos rumbos hacia donde el gobierno tiene que enfocar la brújula.
Esperemos que 2025 sea un año que traiga aparejadas buenas oportunidades de reconstrucción de nuestra comunidad. Que los anuncios del próximo presidente Trump, recibidos como amenazas de su parte, se conviertan en una buena oportunidad para combatir y terminar de una buena vez por todas, el cáncer del crimen organizado que nos tiene recluidos y temerosos por nuestra vida y la de nuestros hijos. Que los principios teológicos que todas las iglesias de todas las religiones plantean, a favor de la vida y las buenas costumbres, sean los que guíen a nuestros gobernantes, para la creación de buenas leyes y el impulso de buenas políticas que hagan de México un mejor lugar para vivir. Le deseo a usted, amable lector, una muy Feliz Navidad.