El pasado martes 7 de febrero, el presidente constitucional de los Estados Unidos de América dio su segundo discurso del Estado de la Unión. Con Joe Biden sucede algo muy curioso y es que, si alguna vez tuvo actitudes de liderazgo, ahora es evidente que, bien por el paso del tiempo o bien por las circunstancias bajo las que ha tenido que ejercer como presidente, no se ha mantenido o dejado ver completamente, salvo en situaciones concretas y especiales. La semana pasada, Biden, con 80 años, habiendo sido senador por más de 35 años y posteriormente vicepresidente, se caracterizó por haber sido un líder durante los puestos que ostentaba.
En los 90 minutos que duró la ceremonia, Biden no sólo emitió una serie de palabras y planes que anuncian un mejor mañana sin saber cómo resolver el presente –que es lo que suele ser lo común en ese tipo de discursos–, sino que enfrentó y fue desgranando, como si en lugar de 80 tuviera 40 años, una problemática muy amplia y específica. El líder estadounidense no se enfocó únicamente en defender su gobierno –lo cual era de esperarse–, sino que también se dio a la tarea de hacer un reflexión profunda y compartida con sus queridos compatriotas, como suelen llamarse entre ellos, con el objetivo de evaluar y sacar las conclusiones positivas del tiempo que atraviesan. Un tiempo en el que, pese al gobierno de Donald Trump, pese a todas las trampas de los republicanos y, pese a los más de 230 congresistas y los 51 senadores que le dieron la mayoría de la Cámara de Representantes y del Senado, respectivamente, la victoria electoral de Biden en 2020 sigue poniéndose en duda y siendo un tema pendiente por resolver.
Además, el de Biden fue un discurso fácil de entender por el pueblo estadounidense. No estuvo lleno de promesas, sino que fue la constatación de realidades y la reafirmación sobre de qué está hecho el cuero que forma el espíritu y el alma de los estadounidenses. Un discurso se compone de forma y fondo; hay que reconocer que ambos elementos fueron cumplidos a la perfección la semana pasada por el líder nacido en Pensilvania. El evento realmente fue una grata sorpresa a estas alturas –y más si se considera la edad y las circunstancias del mandatario estadounidense–, prácticamente nadie esperaba algo fuera de lo ordinario y fuera de lo que en los últimos años nos venían acostumbrando los liderazgos, no sólo estadounidenses, sino también los del mundo en su conjunto. Bien está lo que bien acaba y la intervención –pese a la falta de nivel y colaboración y del rechazo de algunos republicanos para trabajar en conjunto por el bien de su país– hay que reconocer que empezó y acabó bien.
No hay que olvidar que este Biden de 80 años es también el hombre que hará entrega de los tanques a Polonia y es quien ha sido tan determinante en el desenlace y desarrollo de la guerra en Ucrania y que, junto a Alemania, ha sido quien ha buscado aislar y enfrentar de manera cada vez más directa al propio Vladímir Putin. Es el hombre que –sin importar lo que ese acto pudiera desencadenar– le dispara y tumba un globo aerostático chino y, vistas sus acciones y sus comportamientos, es alguien que está desafiando lo que normalmente se pensaría de una persona a esa edad. No tengo una especial consideración hacia él, pero he de reconocer que, por lo menos –salvo algunas acciones en particular y pese a no despertar en mí fuertes sentimientos de admiración sobre su trabajo–, hasta este momento ha hecho bien las cosas, aun con los bajos niveles de popularidad que tiene frente a su sociedad.
En cuanto a otros temas, hay que llamar a las cosas por su nombre. Si bien Biden –y en parte también Trudeau– ha buscado que un acuerdo tan importante e imprescindible para el subcontinente que es América del Norte dé sus frutos y potencialice la manera de trabajar y comercializar en la región, su contraparte mexicana no ha hecho lo mismo. Estados Unidos y Canadá ya saben y son conscientes de que Andrés Manuel López Obrador, el Presidente de la 4T, les da el avión y les ve la cara. Frente a cada planteamiento acordado en las cumbres o en las reuniones celebradas, el líder contesta evasivamente y lo hace como si estuviera dictando una de sus mañaneras, buscando que sus contrapartes tengan la misma paciencia que el pueblo de México.
Sin duda alguna, nuestro Presidente no entiende la diferencia que hay entre una persona que vive en Alaska y una que vive en Michoacán, ni parece importarle, ya que él les habla a todos por igual y, lo que es más importante, López Obrador espera que todos le respondamos de la misma manera y con la misma veneración. Aunque tal vez quien tiene la razón es Joe Biden, ya que es consciente que hay mucho en juego, que lo fácil es romper y es decirle que está cansado de que le vea la cara, pero eso llevaría a lo único que no es posible en esta ecuación, que es que el T-MEC termine siendo un fracaso. Ya lo he dicho y lo repito: el T-MEC no es posible sin México y México no es posible sin el T-MEC.
El Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá es el acuerdo más importante de los últimos años, no sólo de la economía regional, sino también mundial. Por poner algunas cifras y dimensionar su importancia, el bloque compuesto por los tres países norteamericanos supone 28 por ciento del PIB mundial, con operaciones comerciales de alrededor de 3 millones de dólares por minuto y con un mercado interno de 496 millones de habitantes. Si bien no es el principal mercado del mundo –el cual está compuesto por los 15 países miembros de la Asociación Económica Integral Regional y el cual está compuesto por un mercado interno de más de 2 mil 200 millones de personas–, sí está en camino a serlo. Lo está por diferentes razones como, por ejemplo, la creciente importancia y relevancia del nearshoring, por el desarrollo y crecimiento de la industria de semiconductores o simplemente por la cercanía, conectividad y facilidades que permite la región.
En la actualidad todo ha cambiado. Los misiles, los aviones, los tanques y ahora hasta los globos aerostáticos de investigación meteorológica, según Pekín, están por los cielos. Aunque también está por los cielos la oportunidad de crear otras unidades económicas que tomen el relevo de la ya muy superada política adoptada tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y crear instituciones o mecanismos que sustituyan al Banco Mundial o al Fondo Monetario Internacional de unas funciones que claramente ya han sobrepasado sus capacidades.
Hasta en la Biblia está escrito que para decir que sí, primero hay que decir que no. El discurso del Estado de la Unión del pasado martes es, sobre todas las cosas, un punto y aparte en la historia moderna de Estados Unidos. La nación estadounidense no puede estar en manos ni de Biden ni de Trump, necesitamos una nueva generación política que pueda sacar adelante el encargo de una crear una nueva realidad social y económica como es la que plasma el T-MEC.
Tampoco es posible pensar que los que rigen el mundo se pueden permitir el lujo de llevar a las sociedades a enfrentarse con sus contradicciones internas. El problema no es quién manda en el Partido Republicano o en el Demócrata, el problema es para qué está ejerciendo ese liderazgo. Esta cuestión en sí misma justifica la necesidad de tener una nueva generación de políticos al frente de los países.
Por primera vez desde 2012, el próximo año volverán a coincidir las elecciones presidenciales de México y Estados Unidos. En el caso mexicano se pondrá a prueba el seguimiento de la 4T y su éxito o fracaso, o bien el surgimiento de una oposición que hasta el momento no parece dar señales claras de vida. En el caso estadounidense, serán unas elecciones que demostrarán si los esfuerzos de Donald Trump por regresar a la Casa Blanca –pese a lo sucedido con el asalto a Capitol Hill– fueron suficientes o no. El problema no estará en el gobernador de Florida, Ron DeSantis, sino que la cuestión radica en quién tiene verdaderamente experiencia de gobierno. Además, en esa carrera por la candidatura presidencial republicana cada vez se empieza a tener más en cuenta al eficiente administrador y gobernante que es el gobernador de Texas, Greg Abbott.
Uno de los grandes desafíos del tiempo que enfrentaremos es saber cómo colocaremos en el desván de la historia a grupos tan significantes como los demócratas representados por Biden, o bien ese exabrupto de la historia estadounidense que representó el populista Donald Trump.
Necesitamos líderes, ya sea de 100, 80 o 40 años. En realidad, no sé a qué edad uno deja de serlo, aunque, por lo que vi la pasada noche del 7 de febrero, Joe Biden se ha vuelto a posicionar como un líder, en un momento en el que el mundo más lo necesita. El mundo requiere liderazgos que tengan ideas claras, propuestas tangibles y que dejen de estar acompañadas por promesas vacías y palabras llenas de esperanza, aunque huecas de voluntades. Las palabras no sirven de nada frente al hambre de los pueblos y el fracaso de los sistemas.
Alguien que ha pasado tantos años de su vida sentado en los sillones de Capitol Hill sabe que la política estadounidense sólo es capaz de efectuarse y llevarse a la práctica concertando sobre presupuestos, y que el dinero es igual a éxito y el éxito se obtiene por medio de llevar a cabo los planes con los presupuestos propuestos. Trump, al igual que otros gobernantes modernos, eligió por encima de todo el camino del odio, de la división y del desprecio. Por el contrario, en su discurso del Estado de la Unión, Biden ofreció una tregua a los republicanos y la opción de trabajar conjuntamente por el bien y la prosperidad de su país. El líder estadounidense propuso una nueva etapa de gobierno que estuviera guiada por el bipartidismo, pero, lo más importante, quiso cerrar de una vez por todas la costumbre de usar la confrontación como manera de gobernar y en la que la palabra política era confundida con destrucción.
En algunos lugares la confrontación o el desacuerdo emitido contra quien está en el poder o entre las partes involucradas termina siendo el motivo de descalificación pública y abierta o incluso de la desaparición física. Sin embargo, el de Biden fue un discurso de reconciliación, no sólo con el Partido Republicano, sino con la sociedad estadounidense en su conjunto, buscando sustituir el enfrentamiento por el común esfuerzo para volver a hacer de Estados Unidos el líder que alguna vez fue.