Existe una unanimidad global sobre que el siglo 21, que tantas cosas ha traído y aportado a la historia del mundo moderno, también ha sido el testigo de una enorme depreciación sobre la calidad de la clase política gobernante. Esto no es un problema que sólo afecte a un país o grupo de países, sino que se trata de un problema que se repite sin distinguir ubicación geográfica –o cualquier otro elemento característico– entre las naciones democráticas. Naturalmente, es mucho más difícil ver la mediocridad de la clase dirigente cuando a lo que la sociedad en cuestión se tiene que enfrentar no es una urna o papeleta, sino a un ejército, a un arma o a un partido que te impide pensar individualmente y que compra tu vida a cambio de pensar por ti.
España no sólo es un caso cercano y conocido. No solamente tuvo –hace cuatro siglos– la capacidad de construir el imperio más dominante que había visto el mundo desde el imperio romano, y en menor tiempo. España tampoco es únicamente una nación que, sobre la base del hambre, la fuerza y la fe inquebrantable en Dios, pudo dominar y doblegar a muchas naciones y sociedades alrededor del mundo, sino que también se trata de un país que –al mismo tiempo que cumple con las características descritas– siempre tuvo una carencia histórica y permanente de valores institucionales.
En 1976, Adolfo Suárez les dijo a los corresponsales del Paris-Match –revista francesa renombrada de aquella época– que “asombraremos al mundo porque seremos capaces de hacer un proceso democrático ejemplar”. Y, efectivamente, el mundo se asombró. Después de 40 años de la dictadura del general Franco –forjada a base de sangre y fuego–; después de tres años de guerra civil y más de un millón de muertos, España fue capaz de reconvertirse sobre sí misma y, yendo de ley a ley, logró perpetrar el milagro de transformar una dictadura casi perfecta a una democracia ejemplar. Además, ese periodo dejó tras de sí el mejor legado de instituciones y de libertades colectivas en su historia y que fue incapaz de replicar en las sociedades que alguna vez dominó en el continente americano. Se trata de una coincidencia en la que, al mismo tiempo que esto sucedía en España, muchos países del sur, del centro y –en cierto sentido– del norte de América, estaban en la búsqueda de sus propios procesos de conversión democrática.
España, que lleva existiendo más de cinco siglos, nunca había logrado ni un éxito de la Ilustración ni una estabilidad institucional que durara más de unos años. Recuerden que, en el siglo 19, España tuvo ocho constituciones. Que el golpe de Estado suponía la salida más natural ante los problemas políticos y sociales. En España las guerras civiles son un área de expertise que sólo existe entre los estudiosos europeos. Y siempre ha quedado anidada la duda sobre si el imperio español fue más o menos cruel que los turcos. Después de 50 años y de una era prodigiosa encargada por los autores del consenso de la transición democrática de finales de la década de 1970, de golpe, España se convirtió en un país donde nada ni nadie está seguro.
Poner las leyes por encima de la voluntad de los hombres que mandan es lo que hace la diferencia entre una sociedad democrática y una sociedad autoritaria. Desde el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente español y de las primeras elecciones generales constituciones del primero de marzo de 1979 hasta nuestros días –salvo raras excepciones como los devaneos terroristas del independentismo vasco y el intento secesionista del independentismo catalán–, la pureza del proceso y la evidencia de la claridad constitucional en el proceso electoral ha sido una constante.
¿Qué es lo ha pasado en España y en el mundo? De lo que estamos siendo testigos no solamente es un problema español –aunque en este momento es el ejemplo más claro– que lleva a cuestionarnos dónde se encuentra la base de la depreciación de las clases dirigentes actuales. La situación y crisis democrática que aqueja a todas las sociedades inevitablemente nos lleva a cuestionarnos ¿cuál debe ser el precio del poder? Y, segundo, ¿para qué quiere el poder quien lo consigue? Después de unas elecciones en las que numéricamente fueron derrotados, el PSOE y Pedro Sánchez resurgieron y no sólo lograron acordar un pacto con Junts que les permitió alcanzar la tan deseada mayoría para hacerse con el gobierno, sino que en estos días el dirigente será nuevamente investido como presidente de España, logrando conseguir los votos que el pueblo español no le había querido dar.
El acuerdo entre el Junts, de Carles Puigdemont –el prófugo de la justicia española y bajo cuya presidencia de la Generalitat de Cataluña se celebró el referéndum sobre la independencia catalana–, y el Partido Socialista Obrero Español, elemento clave en la consolidación del sistema democrático que nació hace casi 50 años y que le ha dado a España una estabilidad institucional nunca antes vista, cambió el panorama por completo. Es muy pronto para sacar todas las conclusiones y consecuencias del acuerdo pactado entre ambos organismos. Aunque sí hay elementos que han sido objeto de análisis desde hace tiempo como, por ejemplo, las tendencias disruptivas por parte de catalanes y vascos que han ido más allá de buscar tener un debido reconocimiento respecto al lugar que ocupan en el territorio español, buscando tener un tratamiento fiscal especial y diferente. Algo importante de este acuerdo, entre otras cosas, es que se abre la posibilidad de dar una resolución al conflicto histórico sobre el futuro político de Cataluña, ya sea en beneficio o detrimento del Estado español, y marca una nueva etapa política e incluso territorial que ya veremos cómo se irá desenvolviendo.
Los comentarios y reacciones no se han dejado esperar y seguirán surgiendo diferencias de opiniones y análisis de acuerdo con los intereses de quienes lo emitan. Al respecto del acuerdo alcanzado, Núñez Feijóo argumentó lo siguiente: “España ha perdido, los independentistas han ganado y el PSOE está desapareciendo”. Por su parte, EH Bildu dejó hacer notar su satisfacción por el acuerdo, mismo que argumenta que facilitará una legislatura en la que se podrá “abordar el debate territorial del Estado español”, ya que vendrá “marcada por la agenda política de las naciones sin Estado”.
Una desafortunada coincidencia fue el disparo recibido por el expresidente del Partido Popular en Cataluña Alejo Vidal-Quadras, el mismo día que se anunció el acuerdo entre Junts y el PSOE. Resulta aún más curioso saber que el incidente se dio después de que Vidal-Quadras publicara en su cuenta de X el siguiente mensaje: “Ya se ha acordado el infame pacto entre Sánchez y Puigdemont que tritura en España el Estado de derecho y acaba con la separación de poderes. Nuestra nación dejará así de ser una democracia liberal para convertirse en una tiranía totalitaria. Los españoles no lo permitiremos”.
El tema relacionado con las comunidades que buscaban y siguen buscando su separación o tratamiento especial por parte del Estado español fue clave y uno de los temas más complejos es la redacción de la Constitución española de 1978. Para evitar la singularidad y la reclamación en cadena de todos los territorios fue necesario instituir lo que en su día se denominó como “café para todos” y que significaba el reconocimiento, a priori, constitucional del hecho diferencial para todas la comunidades que conforman el Reino de España. Después, ya se conoce la historia. El primero de octubre de 2017, de manera ilegal e irregular, se celebró el referéndum de independencia de Cataluña, obteniendo más de 90 por ciento de votos a favor de que la comunidad fuera un Estado independiente en forma de república. A este respecto el rey de España, Felipe VI, hizo una intervención televisiva tras la cual se le ha declarado como ciudadano hostil y no bienvenido en territorio catalán. En dicha intervención el monarca español condenaba y castigaba las acciones de los poderes políticos y el intento ilegal y separatista catalán y que fue el motivo de la huida del territorio nacional –evadiendo sus correspondientes responsabilidades legales y judiciales– del presidente Puigdemont. Este acto también fue el motivo del encarcelamiento de Oriol Junqueras y de los demás líderes de aquel acto independentista.
No es verdad que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Aunque lo que sí es cierto es que tienen los gobiernos a los que se parecen. Asombra la falta de inteligencia, ya no sólo de coherencia ni de seriedad institucional, sino de inteligencia especulativa política para entender que así como los españoles tienen un alto valor y respeto por lo que significa la fuerza –aunque sea oportunista o personal–, que así como los españoles vitorean a los vencedores, con esa misma fuerza es con la que desprecian a los perdedores. Es cierto que Sánchez finalmente logró formar gobierno, pero conviene no olvidar que el mandatario español oficialmente fue derrotado en las urnas y votos emitidos por la sociedad española.
El precio que Sánchez ya ha pagado es la ruptura de algunos de los mitos más importantes que significaron el consenso constitucional de finales de la década de 1970. Pedro Sánchez ha dado un salto hacia el vacío, llevando al país hacia un enfrentamiento inevitable. Una cosa es aspirar y celebrar una derrota –como le pasa al independentismo catalán o vasco– y otra cosa es no medir bien las consecuencias del centralismo castellano y del resto de las Españas.
Mi generación, los que en alguna medida o en otra tuvimos que ser parte del milagro de la transición democrática española, pensamos que ese gran hito de la historia de España sería, si no para siempre, sí duradero. Lo que nunca pensamos es que lo que tanto costó consolidar se pudiera destruir con esa facilidad, simplemente porque un partido, un presidente y su grupo intereses y amigos quieren seguir teniendo la nómina oficial a su disposición.
Lo que está sucediendo no se trata de un problema únicamente español; sin embargo, en este momento el peligro, el ejemplo y lo que en lo personal más me duele –tras haber tenido la oportunidad de haber sido parte del milagro de la transición democrática española de finales de la década de 1970– es que no es admisible la ambición de poder o el ego de nadie para llevar a cabo la destrucción de la estabilidad institucional. Una estabilidad que siempre ha sido el gran defecto de origen y el gran pendiente de España para con sus pueblos y para con los pueblos que formó cuando era el mayor imperio del mundo.