Año Cero

Esperando a Trump

Donald Trump pasará a la historia por haber sido el cuadragésimo quinto presidente de EU y por ser el primer expresidente estadounidense en enfrentar cargos criminales.

Hasta el momento de escribir este artículo, es un hecho de que Donald J. Trump pasará a la historia por haber sido el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos. Aunque no sólo trascenderá por eso, también lo hará –entre otras cosas– por ser el primer expresidente estadounidense en enfrentar cargos criminales. Siete son los juicios que aún están pendientes de resolución en su contra.

El primero –que se tiene previsto que se sepa el veredicto este miércoles 31 de enero– es por el caso en su contra por haber cometido supuesto fraude en el valor de sus activos. El segundo, con fecha de resolución del 4 de marzo, se trata de un proceso criminal que tiene como eje el asalto al Capitolio por parte de seguidores suyos el 6 de enero de 2021, así como otras acciones para intentar revertir su derrota en las elecciones presidenciales de 2020. Es necesario mencionar que, de ser encontrado culpable, la pena podría alcanzar los 20 años de prisión y lo que le imposibilitaría poder ejercer un segundo mandato como presidente estadounidense. De los otros cinco cargos, tres de ellos son procesos catalogados como criminales y lo obligarían a cumplir una posible sentencia en prisión y los otros dos son procesos civiles.

A pesar del panorama previamente descrito y de manera inaudita, a estas alturas queda claro que para una mayoría de republicanos –y no sé si sólo para los republicanos– el tiempo de Donald Trump como presidente de Estados Unidos no fue suficiente. Se respira un ambiente de ansiedad, de motivación y de deseo de que Trump, el único e inefable y quien es capaz de despedir con la misma facilidad a un país y a un asistente, vuelva a la Casa Blanca. Rechazó comportarse como un presidente jubilado y nunca desistió en su intención de regresar al puesto que, por medio de una elección democrática, le fue quitado en 2020. Lo que es claro es que no volverá siendo el mismo; los ocho años que han transcurrido desde su victoria electoral y su posterior derrota serán suficientes para, en caso de que gane, ver una versión renovada –no sé si para bien o para mal– de Donald J. Trump.

Quien finalmente se sobreponga en las elecciones estadounidenses de este año se dará cuenta de que tendrá el encargo de gobernar la sombra de un país que un día fue el más poderoso de la Tierra, pero que ahora mismo está sumergido en un mar de contradicciones donde la posibilidad de que Trump vuelva a ser presidente no es la menor de ellas. La realidad es que quien consiga posicionarse como el cuadragésimo séptimo presidente de Estados Unidos de América, lo hará ocupando un puesto que no es más que la representación del recuerdo de una nación implacable y que ahora es una bomba de tiempo. La polarización, la ira social, el desajuste global se contagia, crea enfermedades y engendra situaciones que vuelven, una y otra vez, al origen de la creación de los grandes traumas humanos.

Nadie sabe determinar qué es lo que queda de los orígenes de cuando fue hecho. Nadie es capaz de reconstruir ni garantizar que la escala de valores con los que fuimos concebidos sigan vigentes al momento en que nos toque tomar el relevo de la responsabilidad. No hay que engañarse, el mundo ha cambiado mucho desde la última vez que Trump se sentó en el Despacho Oval.

Trump es un mensaje de guerra y lo es no por su espíritu de combate ni porque sea más aguerrido del supuestamente pacífico Joe Biden, sino porque su estilo y su manera de ser y expresarse lo convierten en un elemento potencialmente bélico y agresivo. El problema es que su reaparición en el escenario se da en medio de un escenario en el que gran parte del mundo –directa o indirectamente– se encuentra en medio de un conflicto. Un personaje con esas características o bien puede precipitar la catástrofe o, por el contrario, puede ser un promotor del orden y la paz global que tanto necesita el mundo. Al final de cuentas, ser el máximo líder estadounidense sigue significando ser el responsable y jefe del mayor y más eficiente ejército del mundo.

Estados Unidos, la gran República del norte, el país que ha conseguido acumular casi 250 años de experiencia democrática, necesita enfrentar la dimensión de los problemas que tiene. La mañana del 6 de enero de 2021 estuvo marcada por la insurrección de admiradores y fanáticos de Donald Trump –quien también se ha demostrado que directa o indirectamente tuvo su parte de participación– hacia el Capitolio estadounidense. Esto no quiere decir que, pasados cuatro años de aquel incidente, Trump no pueda tener la posibilidad ni la determinación de crear o buscar instaurar un escenario donde reine la paz, sobre todo dentro de su país.

En cuanto al mundo, entendiendo la coexistencia entre el cerco virtual, la transformación financiera y el reparto proporcional de un planeta que no es bipolar y que no tiene sólo un imperio, sino que tiene varios, éste necesita recomponerse y reestructurarse, aunque me temo que éste será un proceso que no se podrá hacer en paz. Por eso, se mire por donde se mire, Trump es uno, si no de los cuatro jinetes del Apocalipsis, sí de los caballos que o bien tienen que traer el apocalipsis o bien alejar y postergar que el fin de los tiempos se haga presente en el escenario mundial.

¿Y qué es lo que pasará en México? Lo de siempre, nuestro país es una piñata fácil, barata y que está siempre a la disposición de lo que decida hacer con ella quien gobierne en Estados Unidos. Desde 1940, todos los presidentes estadounidenses habían solicitado a sus contrapartes mexicanas hacerse cargo de la creciente tensión e inestabilidad que reinaba en nuestra frontera sur. A pesar de las incesantes demandas e intentos, ninguno había cedido en cumplir con este deseo estadounidense. Faltó la llegada de Andrés Manuel López Obrador y su enigmático y contradictorio entendimiento con Donald Trump para que, después de tantos años, México mandara a su Guardia Nacional y buscara blindar la frontera sur, cumpliendo con el gran deseo de nuestros vecinos del norte.

En este momento todo es confusión. Hubo un momento que los flujos migratorios estaban catalogados y distinguidos por el lugar de origen de cada una de las personas que salía de su país buscando una mejor oportunidad y –en algunos casos– para salvaguardar la vida misma. Sin embargo, la política migratoria de Trump, seguida por Biden y mantenida por López Obrador, ha provocado que la migración sea algo que afecta a todos los que quieren cruzar, a través de México, a Estados Unidos. En consecuencia, si de por sí ya era una situación ingobernable cuando los emigrantes eran de un solo país o de algunos pocos, ahora imagínese cuando éstos son una representación global de lo que queda de las Américas.

El camino de poner más soldados, regresar a los migrantes a sus países de origen o buscar cortar su flujo migratorio, ya sabemos el resultado que ha tenido. El problema es que hasta que no haya otra propuesta política sobre la migración y otra manera de mirar la situación, lo único que tendremos serán soldados, policías y deportaciones.

Rumbo a las elecciones que se celebrarán este año, la palabra “migración” será un elemento clave. Al igual que en la década de 1960, durante la época de Kennedy, los derechos civiles y la segregación racial eran las verdaderas cuestiones primordiales de la política nacional estadounidense, en este caso lo que suceda con el tema migratorio será sumamente importante. Ahora la migración es todo aquello que sirve para protestar, crear, unificar frentes y convertir al país más intransigente y polarizado. Pareciera que los estadounidenses se han olvidado de que son un país construido sobre la base de los migrantes. Da la impresión también que ha dejado de importar el hecho de que la última vez que el Ejército de Estados Unidos se movilizó internamente fue para frenar las guardias nacionales desplegadas ante el incumplimiento y desobediencia por parte de gobernadores demócratas del sur ante las órdenes emitidas para integrar socialmente a la gente de color.

Hoy, merced a la política desencadenada tras la primera campaña de 2016 de Donald Trump y frente a la actitud de algunos gobernadores como Abbott, de Texas, volvemos al mismo punto. La Guardia Nacional acude en socorro de la defensa y la soberanía de los Estados contra las órdenes y el ordenamiento federal. La gran pregunta radica en resolver si la migración será el pretexto para producir el chispazo del enfrentamiento no solamente ideológico o dialéctico, sino también físico en Estados Unidos.

Estamos esperando a Trump. No soy especialmente pesimista sobre lo que pueda suceder ya que sé que el tiempo –como he podido ser testigo en carne propia– ha sido suficiente para transformar algunas de las creencias que tenía hace tan sólo ocho años. Dicho esto, ¿por qué no le podemos dar este beneficio de la duda a Trump y confiar en que haya aprendido la lección?

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