Año Cero

Harris y Trump, hijos del 9/11

Llegue quien llegue y gane quien gane, el Estado profundo en EU tiene como primera obligación combatir los elementos domésticos e internacionales que le puedan debilitar.

La semana pasada se cumplieron 23 años del atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001. Desde hace muchos años he sostenido que el 9/11 fue mucho más que uno de los ataques terroristas mejor planificados y más salvajes de la historia del mundo. Siguiendo una vez más la teoría de que la tinta de la historia es la sangre, este atentado fue el parteaguas de una forma de vivir y de convivir en el mundo moderno. Pero, sobre todo, ese hecho supuso un cambio en la dinámica militar y de defensa del país que, hasta antes de ese día, la república del norte, los Estados Unidos de América, se consideraba intocable.

Un Dios, el suyo, y dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, habían sido herramientas útiles para que el país de la bandera de las barras y las estrellas –con excepción del ataque de Pearl Harbor durante la Segunda Guerra Mundial– se sintiera siempre a salvo, como si estuvieran protegidos por un ente superior. Sin embargo, ese día, gracias al fracaso de su administración, gracias a la soberbia adquirida con los años y gracias a todos los elementos que posteriormente fueron mostrados en las investigaciones realizadas y teniendo toda la información para haber evitado la tragedia, el gran sistema de defensa e inteligencia del mayor imperio del mundo conocido hasta nuestros días fue incapaz de asimilar lo que el mismo había ido recolectando.

Hace muchos años hice un viaje a Perú en el que pude convivir con oficiales de inteligencia del gobierno de Estados Unidos. En aquella época, específicamente en la década de 1980, el movimiento terrorista maoísta Sendero Luminoso ya había conseguido instaurar el terror en el país y desde ese entonces descubrí algo: los estadounidenses siempre lo saben todo, pero lo saben mal. Y es que, a pesar de tener toda la información en sus manos, los estadounidenses no han sido capaces de evitar catástrofes como la que sucedió en su propio territorio hace 23 años ni ha sido suficiente para detener el avance y crecimiento de sus enemigos. Además, a eso hay que sumarle el hecho de que para poder tomar acción existe una serie de procesos burocráticos que incluyen conseguir la aprobación de presupuestos, conseguir la colaboración entre agencias de inteligencia y poner de acuerdo a una serie de actores. Estos procesos, al final, obstaculizan la dinámica y el funcionamiento de los sectores de defensa e inteligencia que, a su vez, son en quienes cae la responsabilidad de velar y salvaguardar la integridad del país y de sus ciudadanos.

Resulta evidente que la crisis general que se está viviendo en el mundo, aunque notablemente en Estados Unidos, está causando ajustes y creando nuevos dinamismos en las estructuras globales. El Estado profundo estadounidense puede ser considerado como el último bastión del gran imperio que fue, ha sido y –con algunas dudas al respecto– sigue siendo. Lo que es necesario resaltar es que no se trata de cualquier imperio, se trata de la nación que mayor capacidad militar, económica y hasta política –comparable con la injerencia que en su época tuvo Alejandro Magno y el Imperio romano– en la historia de la humanidad. Sin embargo, los juegos políticos, la degeneración social, la guerra civil interna, la guerra de la descalificación, la guerra del exceso, entre otros tantos elementos, están debilitando a pasos agigantados al mundo y, principalmente, a la todavía mayor potencia militar y económica del planeta que es Estados Unidos.

A partir de aquí –y con la moneda lanzada en el aire sobre lo que pueda suceder en las elecciones estadounidenses– es muy difícil saber lo que pasará, por ejemplo, en la relación bilateral entre México y Estados Unidos. No obstante, no es necesario ser un genio para saber que la guerra ya empezó y que a partir de aquí lo único que podemos esperar es, en función de la evolución política, un incremento, descenso o graduación de la presión.

Analizado lo que sucedió en el debate del pasado martes, cabe resaltar que a Donald Trump y su sistema de aplastar a todo aquel que se ponga en su camino, así como su sistema de crear terror en sus enemigos incluso antes de ponerse en su presencia, en el pasado le sirvió para ganar la presidencia de Estados Unidos por primera vez. Sin embargo –y dependiendo en gran parte de lo que suceda en el próximo debate y del desenvolvimiento de su campaña–, hoy no está del todo garantizado que Donald Trump vuelva a ocupar la Casa Blanca.

En el debate Kamala Harris sólo tenía que aguantar, no ser aplastada, superar el miedo escénico, cambiar la mirada desaprobatoria y de no tomárselo en serio y decir las verdades en frente de la cámara y en frente de Trump. Bastaba sobrevivir a la contienda para obtener el triunfo. Y así lo hizo, mantuvo la mirada y, sobre todo, mantuvo –aunque en mi opinión en exceso– los momentos hilarantes y poco serios que se presentan cuando uno se enfrenta a Trump, y fue una forma de decirle al mundo quién era. Para muchas partes del mundo, Donald Trump es un fenómeno increíble y temible, sin embargo, no es un fenómeno serio.

Harris, a partir de aguantar y a partir de poder competir con Trump sin caer en la provocación ni sucumbir ante la figura y tácticas intimidantes del expresidente, supo manejarse de manera eficiente durante la contienda. No fue aplastada y eso bastó para ganar esta primera embestida. Así como Martin Luther King es recordado por su icónica frase de “I have a dream”, con la actuación que tuvo el pasado martes, Kamala Harris instauró una frase que –probablemente acabe dándole la fortuna que necesita o tal vez no, eso en parte dependerá de los estrategas de su campaña– hará frente a la explosión del carácter y la falta de seriedad al administrar el Estado. Esta frase fue: “I have a plan”.

Harris tiene un plan que, aunque es pronto para saber si verdaderamente devolverá a los indecisos y a las clases medias la fuerza necesaria para votar por ella, sí es más de lo que su contrincante puede ofrecer. Se trata de un plan en el que no se beneficia únicamente a los ricos, donde todo no está formulado desde la posición de fuerza y desde donde, como ella mencionó, se asume el papel de las responsabilidades que genera a un imperio ser la mayor potencia del planeta.

Fue un gran debate. Un debate que los políticos, los presidentes, los que entran y los que salen, deben mirar con mucho cuidado ya que, aunque sea en el caso de México, no cabe esperar ninguna situación de piedad o entendimiento hacia nuestra realidad. Somos el primer problema de la seguridad interna del país del debate y, naturalmente, llegue quien llegue y gane quien gane, el Estado profundo tiene como primera obligación combatir los elementos domésticos e internacionales que le puedan debilitar. Ergo, más pronto que tarde, el estallido sobre las cuestiones pendientes con nuestro país se va a producir.

Por lo demás, me impresionó la cantidad de estadounidenses que –un día después del abandono de la contienda por parte de Joe Biden– están dispuestos a apoyar económica y moralmente la candidatura de Kamala Harris. Si ya metieron la mano a sus bolsillos para donar cualquier cantidad de dinero de acuerdo con sus posibilidades, tengo pocas dudas sobre que no terminen haciendo caso a lo que su corazón les dicta y terminen votando por ella el próximo mes de noviembre.

El pasado martes, Harris dijo muchas cosas importantes, probablemente la más importante haya sido la de enseñar al mundo que ahora el viejo es Trump –que efectivamente lo es– y que el mundo necesita una nueva generación de políticos. Esperemos en Dios que la nueva generación resulte ser mejor que la que fuimos capaces de crear un mundo donde reina el caos, el odio y las crisis.

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