Desde mediados del siglo XIX, la lucha por la consecución de objetivos en todo el mundo, a través del juego político y la defensa de los mismos partidos, ha tenido como fin garantizar la legalidad de los derechos individuales. Esta lucha ha sido tan intensa y desastrosa que se ha caracterizado por la incapacidad de los partidos por defenderse frente al Estado, las individualidades y por las dinámicas que los han dejado en un segundo plano. Así comenzó lo que fue la gran supremacía de los partidos políticos en la organización política del llamado mundo libre o de estructura democrática.
¿Qué está ocurriendo ahora para que la sombra de los Führer se proyecte con una fuerza aparentemente inagotable sobre las estructuras políticas? ¿Por qué, bajo el nombre de populismo, que es una definición genérica, pueden surgir en Estados Unidos o en tantos otros países líderes cuyo objetivo fundamental es liquidar los partidos políticos, para mantener gobiernos que, si bien resuelven lo que las sociedades desean, convierten y destruyen las garantías de las minorías y la capacidad de impedir que la voluntad de un solo hombre defina las actuaciones del Estado? Esto ya pasó y volverá a suceder en Estados Unidos con Donald Trump al igual que en México también sucedió con Andrés Manuel López Obrador. Dos liderazgos personificados por la figura de un solo hombre y que sirvieron para resaltar la gran crisis que atraviesan los partidos políticos y, en cierta medida, el entramado institucional de ambos países.
Las víctimas de todo esto somos las sociedades. Y este mecanismo de victimización se acrecienta con la derrota y aniquilación, muchas veces por méritos propios, de los partidos políticos. Unos partidos políticos que, en teoría, son o deberían ser quienes representen y materialicen intereses ciudadanos.
El Estado está en crisis, y lo está principalmente por varios fenómenos nuevos que han alterado la organización social. La revolución tecnológica y de las comunicaciones ha traído consigo un instrumento irruptivo y poderoso: los teléfonos móviles. Hoy, el problema no está en la ocultación de información, sino en la inundación constante de datos que impide un análisis sereno y cualitativo de lo que realmente alterará nuestra vida, frente a lo que simplemente nos escandaliza durante un par de minutos e incluso horas. Hoy esa manipulación indirecta de las masas se da por medio de esos dispositivos que tenemos en las palmas de nuestras manos y que son alimentados por esos mecanismos tan útiles –si se saben usar correctamente– pero a la vez tan destructivos que son las redes sociales.
No hay que engañarse, tener la capacidad de gritar, denunciar o proyectar los errores de los Estados no exime la necesidad ni la responsabilidad de que éstos funcionen. El problema no es cambiar la organización social de un Estado, el problema es que las sociedades no hemos sabido cómo contrarrestar la voluntad inequívoca de un solo hombre. No hemos sabido qué hacer para poder hacer frente a los intereses y deseos irrefutables de líderes que –por más que hayan tenido una votación democrática arrolladora– creen que su voluntad es la única que debe prevalecer.
En Estados Unidos, al analizar las consecuencias de la era Trump, descubriremos que los dos partidos que tradicionalmente han organizado la sociedad estadounidense –el Partido Demócrata y el Partido Republicano– simplemente han sido liquidados. El primero, por méritos propios y debido a la confusión e incorporación de la agenda woke; el segundo, por una entrega absoluta a los designios del líder máximo.
Lo único que queda –y da la impresión de que, afortunadamente para la estructura estatal estadounidense, perdurará por un tiempo– es la organización que aún persiste en la Cámara de Representantes y en el Senado. Además, ésta es una garantía –aunque no se qué tanto debido a la mayoría de Trump y su partido– de la existencia de un equilibrio de poder.
Ante este panorama, en el contexto del juego que ha instaurado Donald Trump para inaugurar su segundo mandato, ya comienzan a surgir reacciones en su contra. El caso del fiscal general propuesto inicialmente por Trump, Matt Gaetz, que fue rechazado por él mismo debido a problemas relacionados con posibles escándalos sexuales que involucran a menores de edad, es un ejemplo claro de las tensiones en juego.
Con independencia de esto, hoy por hoy, se observa en la colina del Capitolio un enfrentamiento entre la voluntad suprema del presidente electo, Donald Trump, y las competencias y facultades del Senado y el Congreso. Unos buscan la legitimación de los miembros de su gobierno, cuya aprobación por el Senado es obligatoria, mientras que los otros tienen por objetivo la configuración de los presupuestos, esenciales para dotar de instrumentos de acción política al gobierno.
Esto es sólo el comienzo. Lo que se ve hasta ahora –aunque no sabemos cuánto tiempo durará– es una bendición y una apelación permanente a lo que el pueblo ha elegido. El pueblo, efectivamente, eligió a ese candidato y esa plataforma. Sin embargo, lo que no queda claro, salvo por la vía de los hechos, es que el costo sea la destrucción institucional y la modificación, también por la vía de hecho, de los elementos de representación y defensa social.
El problema no es exclusivo de Estados Unidos; es un fenómeno global. Es como si el fracaso de los Estados, sumado a la mala y mediocre administración de los políticos que ganaron elecciones, hayan sido los elementos que los llevaron a ir cavando su propia tumba. No estamos únicamente ante la desaparición de los partidos políticos, sino que la ausencia de éstos ha dejado al Estado y a las sociedades en una situación de completa indefensión. Ahora lo único que puede salvar –o condenar– a los países y sus ciudadanos son individuos con personalidades fuertes que –para bien o para mal– creen estar o en algunos casos ya están por encima de cualquier institución o ley.
Entre la sombra de los líderes, el populismo y la liquidación de los partidos, el mundo llega al cuarto de siglo del siglo XXI con una gran pregunta: ¿cómo será posible organizarnos y defender los derechos individuales en los Estados fracasados? Si los partidos ya no son el mecanismo ni las plataformas representativas, ¿cómo se elegirán a los nuevos líderes? Ante la capacidad de cambiar la estructura del poder por parte de las voluntades de líderes individualistas, ¿qué mecanismo o marco jurídico amparará a los Estados, a las sociedades, pero, sobre todo, a las democracias?
Estas son las preguntas que caracterizan y están pendientes por resolver en los primeros años del probablemente siglo más convulso y peligroso que hemos vivido. Y eso que ya es bastante difícil y significativo decir esto cuando el siglo XX estuvo marcado por dos guerras mundiales, por la imagen del hongo de Oppenheimer y el abismo nuclear que casi termina por destruir al mundo entero. Da la impresión de que el único “hongo” capaz de competir con el de Oppenheimer, en la creación de miedos colectivos, es el efecto acumulado de la revolución de las telecomunicaciones, que nos ha sumido en una absoluta y total dependencia de otro “hongo”, esta vez inmerso en cada uno de nosotros. Ese “hongo” es el celular, que nos da la sensación de ser hacedores de historias desde la palma de nuestras manos y no víctimas del resultado de la propia historia.
Este 2024 que acaba ha sido estremecedor en muchos sentidos. Nos vamos con él preparados para ver cómo seguirá la vida y la historia a partir del 6 de enero del año entrante. ¡Feliz vida! ¡Felices nuevas oportunidades!