Hay momentos en los que una simple proposición, declaración o definición logra encapsular de manera única la situación histórica que se vive. Hemos superado tiempos donde predominaban la búsqueda de la moderación, la ausencia de enfrentamientos y la evasión del recurso a la guerra como herramienta política. El uso de la diplomacia como herramienta evasiva del confrontamiento es algo que ha quedado en el pasado y ya forma parte de la memoria colectiva de los pueblos.
En la actualidad se puede identificar una constante en el comportamiento humano: la creencia de que quienes nos gobiernan –especialmente aquellos a los que no votamos o que no buscan más que el cumplimiento de sus propios intereses– no se atreverán a tanto.
Inocente e ingenuamente suponemos que esos líderes no serán capaces de cumplir todas sus amenazas y nos consolamos pensando que lo peor nunca llegará a suceder. Pensamos que el instinto de conservación y el afán de mantener el poder serán elementos suficientes para disuadirlos de adoptar posturas o soluciones extremas. Sin embargo, la historia está llena de ejemplos que demuestran lo contrario.
¿Quién habría imaginado que el desarrollo tecnológico, inicialmente concebido para preservar vidas, acabaría otorgando al imperio prusiano –y posteriormente a Alemania– la hegemonía tecnológica necesaria para, mediante ametralladoras y cañones sin precedentes, desestabilizar imperios decadentes como el austrohúngaro o el otomano?
Entre 1914 y 1918, los alemanes buscaron construir el Reich de los mil años. No pudo ser, perdieron. Es cierto que, por poco, pero lo hicieron. Y, también por poco, volvieron a perder en la Segunda Guerra Mundial. En cualquier caso, todos quienes pensaban que sus amenazas –que no sólo eran contra los judíos, sino contra todo el mundo– no se iban a cumplir, estaban equivocados. Se cumplieron y lo hicieron dejando clara su gran capacidad destructiva.
Hoy, Donald Trump está a punto de iniciar un nuevo capítulo en la historia de Estados Unidos. Su enfoque, sin precedentes en la política moderna, ha liquidado los elementos apaciguadores que algunos de sus antecesores –como Jimmy Carter– intentaron promover y mantener. Carter fue un pésimo presidente estadounidense y a quien no se le puede omitir el fracaso que supuso la permisión y facilitación de la llegada de Ruhollah Jomeini al poder en Irán.
Jimmy Carter no sólo fue el presidente de los rehenes –recordando el asalto e invasión iraní de la Embajada estadounidense–, sino que también fue el mandatario que firmó los Tratados Torrijos-Carter, que devolvían el control del canal de Panamá al gobierno panameño tras 96 años de ocupación por parte de los estadounidenses. Y todo por el módico precio de un dólar.
No sé qué tanto de la historia conoce Donald Trump ni sé qué tanto le importa. Con todo lo que está sucediendo, lo que es evidente es que existen detalles históricos que conviene no olvidar.
Panamá –un país que subsistió gracias al canal y no al revés– en gran parte fue fruto de la visión del presidente Theodore Roosevelt, quien fue clave tanto en la independencia del país como en la construcción del canal. Cuando Colombia rechazó un tratado para ceder el istmo, Roosevelt respaldó la independencia panameña en 1903, utilizando la presencia militar estadounidense para impedir la intervención colombiana.
Tras la independencia de Panamá, Estados Unidos firmó el Tratado Hay-Bunau-Varilla, que otorgó el control de la zona del canal. Roosevelt impulsó la construcción como un proyecto estratégico para conectar los océanos Atlántico y Pacífico, elemento clave para potencializar el poder económico y militar de Estados Unidos. Así nació Panamá.
¿Qué hará Trump con territorios estratégicos como Groenlandia o el ya denominado por él como “golfo de América”? Su estrategia parece clara: primero, los cañones; después, la política. Como decía Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Pero para Trump la guerra no es una continuación, sino que es el punto de partida. Para él la diplomacia sólo es aplicable cuando la fuerza no cumple sus objetivos.
Fueron décadas en las que los estadounidenses se sentaron cómodamente a gozar de su estatus de hegemonía. Décadas en las que todo lo delegaban a unos chinos ansiosos por trabajar y hacer todo aquello que los estadounidenses no estaban dispuestos a hacer. Hoy, China ha despertado y está viendo los frutos de su trabajo y estrategia.
China ha consolidado su influencia global. Cada vez ha adquirido una mayor presencia e influencia en distintas partes del mundo y ha emergido como el único competidor serio de Estados Unidos.
Lo de menos son las amenazas arancelarias de Trump. En medio de su discurso y retórica, sigue sin quedar claro en qué momento se enterró el T-MEC y todo lo pactado. Pareciera que para el presidente electo estadounidense no hay más programa económico que la imposición de aranceles y de restricción o castigo comercial para obtener beneficios.
Trump entiende que cortar la capacidad de crecimiento económico del enemigo es esencial para la supremacía estadounidense. Sin embargo, esta estrategia no sólo apunta a la economía, el trasfondo es más profundo.
Si empezamos por la guerra, pero no terminamos por la guerra, hay que saber que lo que nos espera no son días de trueno, sino vivir dentro de un tornado donde –por lo menos– se está enterrando y dando fin a la doctrina y filosofía que guió a Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
México no es ajeno a toda esta situación. Además de los cárteles, los aranceles y las constantes amenazas de Trump, México ahora enfrenta un gran problema, ya que nuestra realidad interna supone un peligro para la seguridad interna de Estados Unidos. La frontera compartida de miles de kilómetros ha pasado de ser una línea de conexión a una excusa para justificar una posible intervención directa.
Donald Trump constantemente domina los titulares y los eslóganes, aunque, en ocasiones, da la impresión de carecer de una estrategia clara. A diferencia de él, su cercano socio Elon Musk parece actuar siempre con un enfoque estratégico, orientado al beneficio de sus negocios y procurando estar un paso adelante, visualizando el escenario más favorable. Casi podría decirse que lo que es bueno para Musk es bueno para Estados Unidos. Lo que queda por ver es cuánto tiempo será sostenible y si esto perdurará en el tiempo.
No podemos olvidar que, por ejemplo, durante la presidencia de Roosevelt, Estados Unidos entendió claramente que su apoyo al proceso independentista panameño estaba estrechamente ligado al futuro y al potencial éxito de la construcción del canal. Dicho esto, los líderes estadounidenses siempre han buscado sacar ventaja y maximizar la alineación de intereses ¿Será este el caso en la relación entre Trump y Musk?
Bienvenidos a la era de mayor confrontación global desde 1914. Trump no tiene nada que perder. Según la Constitución estadounidense, Trump no puede buscar un tercer mandato; sin embargo, eso no le impide convocar un referéndum o implementar alguna estrategia que le permita seguir en el poder. En cualquier caso, hasta que estalle definitivamente el conflicto entre su socio Elon Musk y él, Trump podría incluso ser el primer presidente que llegue a Marte.
La historia nos enseña que cada decisión tiene un impacto profundo. Vivimos en tiempos en los que la política y la guerra parecen inseparables, y el futuro es incierto. Sólo queda prepararse para los tornados que vienen, porque el trueno ya no es una metáfora, es la realidad en la que estamos inmersos.