Fue una escena que podría haber inspirado a emperadores como Adriano o Trajano. Pero, entre ellos, el único que no necesitó explicar cómo ser un buen emperador fue Augusto. Gobernó durante 40 años y, con una visión adelantada a su tiempo, consolidó no sólo un imperio, sino también un legado que trascendió la política. Entre sus contribuciones indirectas más fascinantes se encuentra Livia, su esposa. No sólo fue la madre de Tiberio y bisabuela de Calígula, sino que fue la primera mujer de Estado de la que se tiene registro.
Estratega, consejera y defensora del poder imperial, Livia encarnó el rol de una figura política femenina en un mundo dominado por hombres. Curiosamente, Augusto nunca deseó ser emperador, pero el asesinato de Julio César –que era su tío abuelo y quien lo nombró como su heredero– creó las condiciones para que el imperio tomara forma, con él al mando.
La historia funciona así: cuando un modelo parece agotado, siempre surge alguien dispuesto a revivirlo o reinventarlo. A veces, ese alguien lo hace por ambición; otras, por circunstancias externas –ya sean hijos, amores como Cleopatra o giros inesperados del destino–. Lo que estos momentos traen consigo no siempre es sangre nueva, pero sí una visión renovada que impulsa la necesidad de hacer –o rehacer– un imperio.
El 20 de enero, Donald J. Trump regresó a la Casa Blanca. Con un tono más contenido, pero igual de disruptivo, asumió la Presidencia en un contexto global que parece diseñado para él. Un mundo polarizado, lleno de incertidumbre y sin orden. Hace meses, muchos descartaban la posibilidad de su retorno. Personalmente cuando hace unos meses me preguntaban por qué Trump no podía ganar, usé todos los argumentos que representan el desconocimiento profundo de la condición humana. Pero quizá olvidé algo esencial: Trump no sigue las reglas ni se comporta según lo predecible.
Para cualquier otro político, para alguien que no hubiera sido un producto milagroso de los reality shows, su historia habría sido un obstáculo insalvable. Un intento de golpe de Estado, múltiples escándalos legales y una polarización nacional sin precedentes hubieran sido suficientes para terminar con cualquier aspiración.
Pero Trump no es cualquier político. Tiene la mentalidad de un productor de entretenimiento, una habilidad única para manejar los tiempos y un instinto casi infalible para captar la atención de las masas. No se preocupa tanto por el fondo como por la forma, y con eso ha movilizado a millones. Su regreso ocurre en un momento donde la política tradicional, desgastada por años de mesura, y la radicalización ideológica de la agenda woke parecían haber dejado a Estados Unidos sin rumbo claro.
Trump entendió que era hora de reconfigurar el tablero. Y es lo que está haciendo desde el primer día de su nuevo mandato. Durante su campaña, enfrentó juicios, acusaciones y una condena moral casi unánime. Es el primer presidente estadounidense convicto de la historia. ¿Y qué pasó? Nada. Incluso cuando el fiscal especial, Jack Smith, probó su implicación en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, no tuvo mayor consecuencia más que una débil incertidumbre sobre su futuro fuera de las rejas. Además, dicho sea de paso, que el primer día de su presidencia otorgó indultos completos a las más de mil 500 personas que fueron procesadas por el intento de golpe de Estado de 2021.
Trump siempre sostuvo que las investigaciones y pruebas presentadas en su contra, relacionadas con sus acciones tras las elecciones de 2020, eran intentos politizados para perjudicar su imagen y su campaña electoral. Los que nada temen, nada deben. Pero los que no saben lo que temen, se comportan como si nada debieran.
Donald Trump domina como nadie el arte de repetir una narrativa hasta convertirla en verdad. Es una lección que ha perfeccionado y que ahora forma parte de su ADN político. Trump no es un líder perfecto, y quizás esa es su mayor fortaleza. Es un reflejo amplificado de nuestras contradicciones. Es una figura polarizadora, pero también una prueba de algo más profundo: la capacidad de algunos líderes para negar la realidad con tal de alcanzar sus ambiciones y, a pesar de ello, conseguir que la gente les crea y los siga.
Sin embargo, no todo en Trump es negativo. Su diagnóstico sobre China es acertado. Los chinos, históricamente más enfocados en defenderse que en expandirse, aprovecharon las crisis de Estados Unidos –desde la burbuja del internet hasta el 11 de septiembre– para avanzar en espacios estratégicos. Y así, casi sin violencia, a lo chino, como la gota de agua que horada el cerebro, fueron ocupando un territorio que hoy les hace estar en mejor posición en muchos campos que el propio Estados Unidos de América.
Centrado en su hegemonía financiera y tecnológica, Estados Unidos descuidó sus industrias manufactureras. Trump identificó este problema y lo convirtió en su prioridad. Su estrategia se basa en tres pilares: enfrentar a China –con estrategias tan audaces y sutiles como la llamada hecha antes de asumir la Presidencia–; recuperar la manufactura como motor económico, y despertar al país del letargo en el que se ha apoyado en la mano de obra inmigrante.
Para Trump, los inmigrantes ilegales son una amenaza para la seguridad nacional. Pero esta narrativa ignora una realidad evidente: muchos sectores de la economía estadounidense dependen de ellos. Dudo que haya hotel, edificio u oficinas de importancia en grandes poblaciones de Estados Unidos que no tengan entre sus mayordomos o empleados inmigrantes ilegales. Algo que también creo que Trump parece ignorar es el número significativo de niñeras que protegen el futuro de los niños estadounidenses, que generalmente tampoco suelen ser inmigrantes legalmente establecidas. No sé cuántas madres, al contratarlas, realmente les preguntan a sus empleadas su condición migratoria en el país. Por último, están los cocineros que también entran dentro de esta categoría de migrantes ilegales y que están desperdigados por un sinfín de cocinas a lo largo y ancho de Estados Unidos.
Dicho de otra manera, a cualquiera que no fuera el imperio estadounidense de Donald Trump, este movimiento parecería suicida. Sin embargo, Estados Unidos está en su mejor y más triunfal momento. Empieza su ‘era dorada’. Pero no hay que equivocarse, es el imperio más fuerte de la Tierra no por su fortaleza, sino por la extrema debilidad de los demás.
El regreso de Trump, más que un golpe de fuerza es una señal de advertencia para el resto del mundo: el imperio contraataca. Pero más allá del impacto inmediato de su regreso, queda una gran incógnita por resolver: ¿qué horizonte ve Trump para su salida? Más allá de su lema de “hacer a Estados Unidos grande otra vez”, ¿qué legado pretende dejar a su pueblo como aportación fundamental?
Estamos al inicio de un nuevo capítulo en su mandato, pero una cosa está clara: si Trump realmente está dispuesto a modificar las condiciones de la ciudadanía por nacimiento, podría abrirse una puerta por la que en un futuro alguien que no haya nacido en territorio estadounidense pudiese incluso querer y llegar a ser presidente de Estados Unidos de América.
El imperio contraataca. Y, a diferencia de la obra de George Lucas, esto no es ficción.